Relatos.
Publicado: 09 Ago 2005, 16:34
En agradecimiento por lo mucho que aprendo de vuestros comentarios en este foro y en la web os dejo unas cuantas historias de mi amigo Gómez, un tipo que tiene su propia forma de ver y hacer la guerra.
Es verano y con un poco de suerte alguno llega al final de este post.
Total, no hay muchos sitios donde colgar historias ambientadas en la 2GM y tengo unas cuantas que acabo de encontrar haciendo limpieza en el disco.
Allá van:
Gómez (1) Mar del Coral.
- FUCK!!!! gritó.
Lógico, se acababa de romper los labios y un diente contra el cierre de la Browning. La cosa estaba bastante jodida, es cierto. Desde hacía dos minutos el Dauntless era agitado por los pepinazos de todo calibre y condición que los artilleros de la Flota Combinada Japonesa tenían a bien despacharles, todo hay que decirlo, con creciente precisión y afinada mala leche. Cuando no era una lluvia de metralla tamborileando por todo el avión era un bamboleo de esos que te dejan el estómago fino y los huevos con salchicha de corbata. Hala!!! otra pota, vaya día que llevo.
- Cagonsusmulas, con lo bien que hubiera estado yo en la neivi de los barcos en vez de empeñarme en volar. BOOM. La leche, esta casi nos jode.
- Y este pardillo clavado al avión del Flight Leader, ni una maniobra para evitar que nos maten.
El cielo parecía el lomo de un dálmata, tantas explosiones lo salpicaban que no podía comprender cómo no los habían derribado aún, como al pringao ese del F4 que se había comido enterito un proyectil de los gordos abandonando este valle de lágrimas en forma de lluvia metálica sanguinolienta y vertical. Añicos lo han hecho al pobre. Hay que ver.
A ocho mil pies de altura el paisaje era poco halagüeño, vamos que pintaban bastos. La flota japonesa parecía haber sacado en procesión todo su arsenal.
- Y eso?? Joder!!!!! Mike!!!! Three Zeros, 6 o´clock high. Ratatatatatata, toma cabróóóóón. It´s OK, they’re climbing, we’re clear.
- Juer, de esta no salimos, si no me acierta uno de estos de los puntos coloraos me dan un pepinazo o me estrella este estirao mamón. Virgen del Carmen, tres portaaviones y una jartá de destructores. Madre mía, madre mía.
Javier Gómez estaba realmente acojonado, la camisa no le llegaba al cuerpo y juraría por su Chiclana natal que tenía manchados de óxido anal su gayumbos uesneivi. Se había metido en un fregado que poco podía imaginar cuando en Nueva York se alistó en el cuerpo de aviación de la armada con la intención de ser piloto, o lo que fuera, para salir de la lavandería de Queens en la que se estaba dejando los pulmones y la juventud.
Si le hubieran dado a elegir entre estar esa mañana en el Mar del Coral o cualquier otra cosa, seguro que hubiera vuelto gustoso a limpiar mierdas de caballo en Jerez para el señorito cabrón que le dijo que si quería prosperar y hacerse una fortuna emigrara a los Estados Unidos. Total, la vida que es muy puta, de las caballerizas de D. Álvaro a estar de artillero en un Dauntless en medio de una guerra mundial vestido de sargento americano y pegándose de tiros contra unos japoneses que estaban como cencerros.
En cualquier caso, poco tiempo para pensar le dejaban al pobre Javier, era para irnos conociendo, por romper el hielo, vamos.
La cosa es que iban a soltar dos bombas sobre un portaaviones japonés, según le habían dicho y allí abajo no había uno, había tres. Y como era de esperar no estaban solos, estaban rodeados de barcos cuya única misión en esta vida parecía ser la de volarle los cojones a un gaditano.
- A ver si conseguimos acercarnos, por lo menos que se lleven un viaje en la coronilla antes de que nos maten a todos.
Pasaban zumbando a su alrededor los cazas, unos disparándole, otros disparando a los que le disparaban y de vez en cuando, hasta los artilleros de los aviones vecinos le enviaban peligrosamente cerca una ristra de trazadoras como mistos encendidos.
Estaban todos acojonados, mucha instrucción sobre el uso de la radio, mucho código y mucha leche pero cuando sonaban los tiros todos gritaban como locos, no había manera de entenderse y las maniobras las señalaban los aviones de los jefes a los que les seguían a base de braceo, deditos y movimientos con las alas. Si es que no se puede, cagüenlaleshe.
- Shut the fuck up!!!!- gritaba el boss, lo llevas claro mamón. -Halaaaaa, otro que cae. Ahí vienen otra vez. Mike, 2 zeros 4 o’clock level. Este se caga, por mis mulas que le doy. Quinientos, cuatrocientos metros, tres...- y las trazadoras cruzándose, me da, me da, las suyas curvándose por debajo del caza, suben, suben y estallan en el motor y la cabina del zero, revienta dentro una sandía japonesa y el trasto pasa zumbando por starboard con lo que queda del cuerpo del piloto caido sobre la palanca, muerete cabrón. Y las lágrimas le corrían por las mejillas por el humo de la ametralladora, los gases del motor, el acojone y el viento. - Good shooting Goumesss!!!!!. Será gilipollas el mascanucas este. A ver si sueltas las bombas y nos vamos para el carrier.
Le debió parecer la colleja más impresionante de todas las que había recibido en su perra vida, y habían sido muchas. El piloto, el tal Mike, estaba tan entusiasmado no perdiendo su puesto en la formación que cuando picó y activó los frenos el avión casi se parte en dos pedazos, como el cuello del gaditano que juraba en arameo, idioma del que hasta el momento no tenía idea pero en el que se estaba soltando por momentos.
El picado, incluso en las prácticas era jodido para los gunners, se quedaban pegados a las cinchas, sintiendo que las piernas flotaban y las tripas se salían por los ojos, mientras veían por encima del hombro cómo la superficie del mar se acercaba y esto no era un ejercicio, los estaban vapuleando en condiciones, de lo lindo, dos agujeros enormes acababan de aparecer en el ala derecha como si nada, sin ruido, sin explosión y Javier los miraba embobado convencido de que iba a morir. - Quillo!!!! suéltalaaaaaaaa. Drop it now!!!! como seaaaaaaaa. Madre míaaaaa.-
El ruido era ensordecedor, veía otros tres aviones picando a su alrededor, uno de ellos con el ametrallador muerto, la cabeza bamboleándose como la de un pelele con ese movimiento patético de los muertos en las orillas. Las explosiones eran ya insoportables, densas, contínuas, olía a explosivo, a gasolina y levemente a mar.
El Dauntless ya no volaba, caía, se desplomaba empujado por vientos y bombazos, zarandeado más allá de lo que nadie podía haber calculado que resistiera una máquina, era imposible salir vivo. Javier andaba ya por la segunda estrofa del Padrenuestro en latín, que junto al arameo y el inglés eran sus idiomas favoritos esa mañana, cuando sintió el tirón y pasaron zumbando por entre los mástiles de dos destructores que estaban cerca del navío que acababan de bombardear, era imposible saber si su avión había dado en el blanco, vió explosiones en la cubierta, dos aviones y una docena de hombres salieron despedidos, pero la mayoría de las bombas caían en el agua que hervía, se elevaban columnas blancas a más de 100 pies de altura salpicadas de los restos de las calderas del infierno y todo a su alrededor eran trazadoras y murallas de agua.
Disparó sobre los barcos mientras los tuvo a tiro, intentó matar a los cabrones de blanco que servían las piezas y contra las ventanas de los puentes, no dejaba de apretar los disparadores, dejaba que las trazadoras se pasearan de uno a otro lugar y gritaba. Sí, claro, en varios idiomas. Gritaba incoherencias y sangraba de morderse los labios partidos cuando sintió cierto alivio al notar que decrecía la intensidad del zarandeo y oía los gritos de júbilo en los auriculares.
El portaaviones que habían atacado estaba envuelto en llamas y escorado, pero a Javier Gómez, Sargento de la US NAVY, natural de Chiclana de la Frontera, vecino que lo fue de la C/ Amores todo aquello le importaba una mierda y sólo quería volver algún día a mirar los ojos de una morena en la muralla y perderse en ellos en silencio.
Gómez (2) Qué puta es la guerra compadre.
- Goumesss!!! Will ya stop playing that fucking guitarr????
- Cálla malahe, que zon tanguilloh de Cai.
- What the hell?? Speak english, you bastard. You’re in the US Navy now.
- Ojalá te caiga un japoné ensima, mamón.
Quizás convenga hacer constar que después de sobrevivir a su primer servicio de guerra, haberle volado la cabeza a un piloto japonés y de haber visto tan de cerca el llavero a San Pedro, Gómez gastaba esa noche una melopea de impresión. Dos dedales más de bourbon y la palma, fijo. En estos casos le solía salir su acento original y le daba por ponerse melancólico. Cada cual tiene su modus pedendi, ya se sabe.
- Una tarde de tormentaaaa, tralílará tralí, noh fuimoh a peleaaaá.
- Tucutucutucutún, rarará.
- Loh japoneseeeeeeeee, ay mareeeee!!!!, los japoneseeeeeeeee
- Hijoh de la gran putaaaaaaa. La que oh vamoooooh a liaaaaaá...
Andaba Gómez enfrascado en la solitaria tarea de hacer de su camarote The New Corral of the Joaquina con una voz indescriptiblemente desagradable, casi delictiva, cuando entró por la puerta el MP Staff Sergeant O´Connors, natural y vecino de Ohio –cuando no estaba en la guerra, claro-, y que era conocido en el carrier por tener algo menos de medio dedo de frente y manejar la porra en las peleas con una habilidad pasmosa para un tipo que rozaba por su límite más próximo a la oligofrenia la idiocia más pertinaz y evidente.
Semejante masa muscular pelirroja hizo dos cosas muy feas: entrar sin llamar en el camarote de Gómez y quitarle la guitarra de un manotazo.
Lo siguiente fue más una putada que una falta de educación. Sin mayores preámbulos, sin un simple Hi, le arreó un stickazo al pobre chiclanero en la entrepierna que acabó inmediatamente con varias cosas: la composición musical que le tenía tan entretenido, su borrachera y las esperanzas de volver a ejercer de varón por un tiempo, si no de forma indefinida, más aún visto que el gaditano perdió en el acto el poco conocimiento que en su estado tenía.
Le dolían la cabeza y las balls en similares proporciones. Fifty-fifty más o menos. Al principio no conseguía identificar los sonidos pero por fin se dio cuenta de que estaban sonando las alarmas.
Zafarrancho de combate!!!!!
Todo el mundo a sus puestos de combateeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!!!!!!!!!!!!
Era para verlo. Penita daba. Chaleco salvavidas, casco, botas sin atar, sin afeitar, despeinado, los ojos como dos huevos duros y los huevos duros como piedras, había tratado de subirse la bragueta pero el roce le recordó la noche pasada, su encuentro con el mostrenco de la policía militar que tan claro le dejó que no entendía de flamenco.
Corría por los pasillos hacia su puesto de combate, sonaban en cubierta pepinazos de antiaérea y eso era lo que él tenía que estar haciendo, estar de suplente de cargador en la batería Bofords 40 número 3. De volar nada, no se despega con un Dauntless en medio de un ataque, eso suponiendo que tu Dauntless no se encuentre en proceso de reparación tras haber recibido 213 impactos, daños, desgarrones, pérdida de piezas varias y, según Gómez, hasta dos puñaladas traperas de algún gitano japonés. Es un exagerado.
Correr por un portaaviones en mitad de un zafarrancho de combate no es cosa sencilla, como no tengas suerte y te pille la alarma cerca de tu puesto tienes que pegarte una buena carrera esquivando gente, subiendo y bajando escaleras de esas de matarse incluso sin prisas. Sí, claro, en las prácticas uno va al trotecito, hola Johnny, how’re ya doing, corre corre que te pillo, el jefe da unos grititos y tal mirando el reloj, paripé... pero en mitad de una batalla como la que estaban librando cuando suenan el pito y las alarmas la gente literalmente se deja los huesos en las escaleras, más de uno no termina de llegar a su puesto porque se ha roto la crisma. Y, todo sea dicho, alguno hasta se pierde porque la alergia al plomo es una enfermedad descrita en los libros más antiguos.
Pintaban bastos. Se oyó una gran explosión ahogada a través de los mamparos exteriores, un impacto en el agua, pero cercano, supuso Gómez. Apretó los dientes, entrecerró los ojos, deslumbrado, y cuando asomaba la cabeza al exterior tuvo que dejar paso a un grupo de sanitarios que traían a un marine herido. Le habían alcanzado en la cara, tenía los ojos abiertos como platos. De la nariz hacia abajo su cara había desaparecido. Tú no cantas más, pensó. En cuanto hubieron pasado se ajustó el barboquejo y se incorporó a su puesto. El Bofords estaba a medio cubrir así que se puso a pasar munición, peines de cuatro proyectiles, a los cargadores que los introducían en las guías de alimentación de cada una de las piezas que componían el montaje cuádruple.
Cuatro bocas de 40 mm disparando a un ritmo de 120 a 160 proyectiles por minuto es lo que el médico recomienda en Chiclana para la resaca y la güevitis, pensaba Gómez.
Ahí viene!!! La verdad es que ni se había fijado en los aviones, había saltado a la torreta y pasaba munición en la cadena sin pararse a mirar fuera. Cuando giraba el torso para recibir peines podía ver a un marinero regar los cañones de cinco pulgadas que estaban disparando desde hacía un buen rato, supuso, el agua se tornaba vapor nada más repartirse por las superficies cilíndricas que no paraban de tirar.
Levantó la vista cuando gritaron y lo vio. Es jodido estar abajo y ver cómo pican y se hacen más y más grandes, la bomba siempre te mira a ti. Por babor entró un ruido sobre todos los demás, un torpedero sobrevoló la cubierta a unos 15 metros sobre los cables de apontaje. Hasta un oficial de señales sacó la Colt y le vació el cargador. Los dos japos, les vió perfectamente, llevaban las cabezas metidas en los hombros y echadas adelante, como si se escondieran para no ser vistos. Ametrallado, cañoneado y maldito desde todos lados el avión estalló, desintegrándose, a unos 500 metros.
¿Un torpedero?
¿Entonces?
La explosión sacudió todo el carrier que estaba en ese momento cortando su propia estela por enésima vez con los destructores bailando a su alrededor. El torpedo había estallado en algún punto debajo de la torre.
- Seguid, coño, no dejéis de alimentarlos!!!.
Había aviones por todos lados, eso le parecía a Gómez que se había quedado embobado mirando en la cubierta un curioso espectáculo. Una ráfaga de ametralladora venía de popa cosiendo la pista como una Singer en una ligera diagonal hacia donde él estaba. Se agachó, la carrera de balas se detuvo un momento sobre los servidores del Bofords salpicando de sangre toda la torre y haciendo estallar un proyectil del 40 de los que aún estaban apontocados contra la estructura interior y que le segó limpiamente un brazo a un sargento primero que de todas formas para entonces ya estaba tan lleno de agujeros que de flotar ni hablar y continuó hasta arrancarle la manguera al tipo que estaba regando los cinco pulgadas. La sangre puede vaporizarse también. Javier lo vio en el pecho del aquel chaval cuando salieron las balas que le habían entrado por la espalda.
La sombra del caza le dejó casi a oscuras por un instante. Sintió el olor a gasolina de los escapes y el rebufo de la hélice, estaba pintado de blanco inmaculado con esos enormes círculos rojos, giró suavemente a izquierdas a toda pastilla; en cuanto se hubo alejado unos cien metros empezaron a dispararle hasta los pasteleros con las mangas de confitar.
De los catorce que eran en esa torre el caza se había llevado a ocho por delante. Los que no habían recibido la ráfaga murieron por los rebotes en las protecciones metálicas, esquirlas o el proyectil que estalló. Los sacaron como pudieron, con cierto miramiento a los heridos, a los muertos como sacos. Había que seguir disparando.
Gómez escupió. Estaba realmente muy cabreado. Y le dolían terriblemente las pelotas. Mala combinación en un gaditano.
Se hizo cargo del Bofords, empezó a dar órdenes y la pieza volvió a disparar siendo servida por auxiliares de pista, camareros y hasta un par de pilotos que se pusieron a sus órdenes no siendo capaces de hacer valer su categoría de oficiales ante el torrente de instrucciones que estaba soltando el crazy spaniard por esa boquita y la eficacia con la que había tomado el control de la situación en medio de semejante carnicería.
Ordenó que subieran la manguera para limpiar la sangre que tenía a más de uno al borde del desmayo, pero sobretodo para que dejaran de resbalar los que acarreaban munición.
Vio otro torpedero aproximarse al carrier por la amura en la que se encontraban, venía pegado a las olas, a unos 1000 metros, algunos destructores le disparaban pero nadie, que Gómez viera, desde su propio buque y estaba claro que ellos eran el blanco.
Palmeó la espalda del apuntador y le indicó dónde debía orientar el Bofords. Lanzó uno de los cargadores de su Colt hacia el jefe de la pieza vecina, que estaba disparando hacia arriba, a los cazas, para llamar la atención y lo logró, le dio en el casco y cuando se giró hacia él, le indicó por señas el japonés que venía directo hacia ellos; el montaje número dos también se orientó hacia el torpedero.
Ocho cañones de 40 mm disparando contra un avión que se aproxima en línea recta y a su nivel tienen muy poquitas posibilidades de no terminar acertando. La pieza que mandaba Gómez empezó tirando alto, corrigió sobre la marcha y observó que el fuego cruzado con la número dos empezaba a converger en la trayectoria del avión hasta que uno de los proyectiles arrancó limpiamente un ala del avión que giró violentamente y se estrelló contra el agua sin haber soltado el torpedo. Gómez le pegó una palmada al cabo que accionaba los disparadores para que dejara de presionarlos y oteó el cielo mirando primero hacia los lugares donde estaba disparando la flota.
Había pasado. El carrier dejó de girar y redujo su marcha; sin duda estarían evaluando daños y empezando las reparaciones.
- Eh!! ahí, mirad. Un paracaídas.
Todos a bordo sabían qué tipo de uniformidad, accesorios y paracaídas llevaban los pilotos americanos. Aquel tipo que caía era japonés. Sin duda. Previendo lo que iba a suceder Javier se apartó de la pieza, de un par de saltos subió a la cubierta y esperó estar equivocado mientras encendía un Lucky viendo el pausado descenso del japonés hacia las olas.
El primero en disparar fue un teniente con una .30 desde la torre. Fueron un par de segundos lo que tardaron los demás en imitarle. La gente vio que el oficial, con una mano vendada y la camisa medio quemada, había abierto fuego sobre el piloto derribado. Le siguieron varios puestos de ametralladoras múltiples del calibre .50 y finalmente cuatro montajes de 40 mm. Gómez no había perdido de vista al pobre infeliz, le vio agitar los brazos, luego encogió las piernas y cuando las líneas de plomo que le buscaban terminaron encontrándole vio como su cuerpo se deshacía poco a poco, una pierna, los brazos, el paracaídas rasgándose, trozos de cinta, de cuerda, de intestinos...
Cuando el japonés no era más que una mancha de sangre en el océano envuelta en seda blanca un capitán de marines pasó el brazo por el hombro a uno de sus hombres y le quitó muy despacio el Garand sin munición con el que aún trataba de disparar a aquellos despojos.
- Qué puta es la guerra compadre.
Escupió una hebra de tabaco que se le había metido en el diente roto y se fue a su camarote.
Gómez (3) La Plaza.
Las pelotas de Gómez estaban hinchadas y tenían un color que no le gustó nada. Tomó un puñado de aspirinas. Intentó darse una ducha pero habían cortado el suministro de agua, pensó que debían tener un incendio en alguna parte o que el torpedo había afectado a las bombas o las conducciones, trató de lavarse las manos usando su cantimplora y se tumbó en la litera. Estaba muy cansado, llenó un vaso con bourbon, sintió que se le revolvía el estómago cuando subió por su nariz el aroma recio, miró el líquido con una profunda sensación de asco, cerró los ojos y bebió hasta la última gota.
Le vino una arcada que pudo contener a duras penas y cuando la quemazón en su interior se mitigó dio un trago a una cerveza caliente.
- Me cago en mis mulas toas. Marditos sean tos mis muertos pelaos y montaos a caballo. Me cago en mi puta sangre, me cago en dióh y me cago en tó.
Una de sus botas se estrelló contra la foto de la esposa de su compañero de camarote rompiendo el cristal, la otra no tuvo fuerzas para quitársela.
Cerró los ojos buscando un sueño imposible, una tranquilidad que desconocía desde hacía años y su oscuridad, otra vez, como siempre, se llenó de fotografías siniestras: el piloto japonés que recibió sus balas en la cara y cuya cabeza estalló como una granada madura arrojada contra una pared encalada, el paracaidista indefenso que había sido triturado por el miedo y el odio de sus compañeros, un hombre que dormía una noche de verano en un cortijo de Jerez y cuyo grito mientras moría ahogó a tiros, el marinero que no miraba al cielo y que refrescaba los cañones, ajeno al combate, hasta que le traspasaron el pecho media docena de balas, los hombres que murieron a su alrededor en la bofords tres, un chino degollado en un callejón de Manhattan con el reloj de su padre en una mano y un cuchillo en la otra, las imágenes que les habían mostrado los marines: japoneses calcinados por los lanzallamas, triturados, amontonados, los marineros que salieron despedidos de aquel portaaviones, muñecos impulsados por ondas invisibles, rotos.
Javier tenía demasiados muertos en la cabeza como para dormir, demasiado miedo acumulado como para sentirse en paz y demasiado odio hacia sí mismo y hacia casi todo por haberse dejado embarcar en una guerra que no era la suya, una guerra que le importaba una puta mierda pero en la que, estaba convencido, le iban a picar el billete.
A veces, cuando estaba con sus compañeros, pensaba que eran afortunados, hasta los más tirados habían tenido comodidades, lujos impensables en la Andalucía de finales de los años 30. Por lo menos tenían un país, familias, se emocionaban con un himno y una bandera, luchaban por algo grande, eso les habían dicho, ellos así lo creían, al menos hasta que empezaban a verle la cara a la muerte, entonces las certezas se diluían pero aún así, tenían donde volver.
Él no tenía nada, no podía regresar a su tierra, había perdido el apellido de su padre en Portugal, cuando empezó a ser Javier Gómez, de Sevilla, aprendiz de zapatero, buscavidas, emigrante a América en busca de Dios sabe qué futuro. Le habían arrebatado toda esperanza, se lo habían quitado todo un mediodía abrasador en mitad de un plaza de Jerez. No tenía nada.
- Cagonmiputasangre.
Se tendió de lado, estiró el brazo hacia la cantimplora y vertió el resto de su contenido sobre su cara mojando la almohada. Pensó que parecía una meada y trató de recordar su casa, la casa de Chiclana, la única que consideraba su hogar, donde su madre estaría deseando recibir otra carta suya y con la misma ansiedad otro giro con el dinero que le enviaba regularmente todos los meses desde que llegó a Nueva York, sin faltar uno, aunque no hubiera encontrado un trabajo. La casa. La familia a la que no podía volver.
Su madre. Esa mujer pequeña que fue hermosa un día, madre de siete hijos de los once que había parido. Viuda desde el 19 de julio de 1.936 cuando un pistolero de Cádiz entró en el Colmado “Los amigos” en la Plaza de Santiago de Jerez de la Frontera buscando a su esposo.
Javier y su padre estaban comiendo puchero. Como todos. Ellos también se giraron cuando las cuentas de la cortinilla se apartaron. Entraron el sol y un hombre armado que dio tres pasos se plantó en el centro del local, sacó un cigarrillo, lo encendió con su chisquero, mucha calma en el gesto. Dejándose ver. Cuando empezó a mirar a los clientes todas las cabezas volvieron a los platos, el camarero pareció menguar hasta terminar esfumándose, la dueña miraba dentro de un vaso vacío tras el mostrador. Un jilguero cantaba, medio loco de calor, en su jaula, minúscula.
- Tú!!! ¿cómo te llamas? -, no señaló a nadie pero miraba al padre de Javier que poniéndose lentamente en pie, contestó su nombre, sus apellidos y que trabajaba como peón de albañil y mozo de caballerizas en el Arahal, la finca de D. Álvaro, donde la corta. Él le dará referencia.
El otro, con su camisa empapada en sudor y la nueve largo al cinto dio una bocanada profunda al cigarrillo irguiendo la espalda, abrió un poco más las piernas, la mano del encendedor se fue a un bolsillo. Tranquilo, recreándose en la suerte, disfrutando voluptuosamente del miedo que estaba generando. Volvió a preguntar:
- ¿Cuándo has estado tú en Cádiz por última vez?-. - No, sé, hace unos meses, no salgo mucho de Jerez, sólo para ir a Chiclana a ver a mi familia, verá usted, el único que está aquí conmigo es mi hijo, el mayor, este de aquí.-
- ¡Mentira!.- En la comisura derecha de los labios una sonrisa fría colgaba de dos ojos muertos. La mirada daba espanto. - Ya me han dado referencia, como tú dices-, dijo con algo que quiso parecer ironía pero que sonó como la puntilla desgarrando la nuca de los toros.
El pelo negro azabache, oliendo a colonia y coñac, el Chester consumiéndose lento, la uña del meñique jugueteando con la ceniza, amarilla. El nueve largo cada vez más largo.
Su padre no contestó, sólo miró a Javier, cerró los ojos y girando la cabeza volvió a enfrentarlos con los del hombre. Del bolsillo derecho de la camisa salió una foto que terminó frente a la cara del padre, muy cerca. Era un recorte de un periódico, húmedo de sudor. En ella se le veía a la salida de un mitin, de fondo la sede en Cádiz, la bandera en el balcón. Sonreían.
Su padre cerró los ojos un momento, no dijo nada.
Silencio largo. El cigarrillo se consumía, la brasa de la colilla chisporroteó levemente al caer sobre las baldosas cubiertas de aserrín.
- Ven pacá, anda.
- Quédate aquí Javier. No pasa ná.
Salieron. Su padre delante, el hombre de la pistola tras él, les seguían dos tipos trajeados y el Alcalde que habían permanecido en un segundo plano junto a la puerta. En la plaza no había nadie, calor, la cal de las paredes reflejaba, multiplicándolo, un sol enfurecido y blanco.
Se acercó a la ventana. Pegó la cara a la reja subido de rodillas al alféizar. El hierro le quemaba las mejillas y las manos.
Su padre llevaba la boina en la mano derecha, la cabeza gacha y sobre sus hombros un peso invisible pero evidente.
- Quieto parao. Date la vuelta cabrón.
Su padre miró hacia la calle que llevaba al ayuntamiento, al depósito de detenidos, parecía sorprendido cuando se giró.
La nueve largo recibió la luz vertical cuando la funda terminó de abrirse, el arma salió lentamente, el meñique con su uña mugrienta, estirado, como tomando un café.
-Aquí no.- El Alcalde.
- Cállese.- El de la pistola.
El arco en el aire, del costado al frente, dibujado por una mano decidida. La otra tira del cierre, una bala reluce dorada apenas un suspiro, un golpe seco, el arma sube, su padre levanta la cabeza, crece, se diría que es ahora más alto que el pistolero, crece a los ojos de su hijo. Cuanto más se acerca el arma a la frente del padre más alto se le antoja. Momentos tantas veces repetidos en su memoria, clavados más allá de la razón o el sentimiento.
El grito para un público invisible: “Así terminan los enemigos de... no recordaba las palabras exactas, el último insulto, la sentencia de la última humillación.
El padre miraba al hijo. El hijo quería que la tierra se abriera, que el sol lo abrasara todo, que la noche se hiciera de repente, que su padre viniera corriendo a abrazarle, quería morirse, no estar allí, hacer algo para ayudar a quien tanto quería. Pero sólo miró.
El tiro coceó la cabeza del padre, sus ojos se cerraron y su boca se abrió, enorme. Javier sintió que su interior se había roto atravesado por cien navajas, no podía dejar de mirar. No entendía lo que había pasado ni porqué. Quería gritar y no tenía aliento para hacerlo.
El cuerpo chocando contra los adoquines, derrumbado.
La pistola volvió a su funda, el hombre cubrió con su mala sombra el cuerpo, levantó los ojos hacia el sol, acumuló saliva en el fondo de su garganta, ruidosamente, se inclinó de lado, sólo un poco y, por encima de su hombro, escupió sobre el cadáver un odio más allá de todo lo humanamente concebible cuando el que mira tiene dieciséis años.
Los postigos de las ventanas se cerraron muy lentamente, la cuadrilla se alejó y las palomas también.
Silencio.
El alguacil y una pareja de la guardia civil le ayudaron a retirar el cuerpo. Limpió el salivazo que el cuerpo había recibido en la pechera con el puño de su camisa y escupió a su vez. Tapó la cara con su pañuelo, la frente ensangrentada, buscó en los bolsillos: el reloj, las cuatro monedas y retiró la alianza para entregársela a su madre. Se santiguó torpemente, sin convicción.
Mientras llevaban el cuerpo hasta el cementerio a lomos de uno de los caballos de la pareja uno de los guardias le puso la mano en el hombro y le dijo muy bajito: No llores chaval. Habían salido del pueblo, no podía evitarlo, silenciaba sus gemidos mordiendo la boina de su padre y una mano ardiendo, desde dentro, le apretaba la garganta.
El guardia le pasó la mano por el hombro y le dijo en el mismo tono quedo, de confidencia: - el hombre que ha matado a tu padre duerme en la casilla de caza de la finca de D. Santiago, llegó ayer y va a estar allí esta noche, los dos que han venido con él duermen donde la Pepa. Estará solo.-
- ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Dejó de llorar.
- Tu padre era un buen hombre, chaval. No olvides jamás. Haz lo que tengas que hacer y vete después.
El guardia le entregó un mugriento pañuelo. Javier dejó de llorar. Sí, sabía lo que tenía que hacer. Y por sus muertos, por su padre, que lo haría.
Conocía bien la finca de D. Santiago, había trabajado muchas veces allí, como mozo de cuadra.
La habitación estaba tenuemente iluminada por la luna, la ventana abierta, la mosquitera tendida cubriendo el marco, el olivar detrás. El ambiente era pegajoso, espeso, olía a coñac, a colonia y a pies. En el respaldo de una silla de anea, junto al cabecero de la cama, colgaba el cinto con la funda, sobre la ropa; el nueve largo estaba en la mesilla y el hombre que había matado a su padre roncaba tendido boca arriba. Tomó la pistola, la miró sintiendo su peso macizo, el cañón cilíndrico brillante, enorme en sus manos, repitió los gestos, accionó el mecanismo. El ruido hizo revolverse al hombre en la cama pero no se despertó, apuntó al pecho y supo que no podría matarle dormido. Bajó el arma.
Un perro ladraba, los caballos patearon el suelo de las cuadras. Las chicharras. Dio una patada a la silla, cayeron los cueros, rodó una botella por el suelo, el hombre se incorporó asustado y Javier levantó la pistola rápidamente y apretó el gatillo, se asustó con el retroceso, estuvo a punto de dejarla caer, el fogonazo le deslumbró un instante, el hombre gritó. Humo en la nariz, espeso. Volvió a disparar, esta vez sujetando el arma con las dos manos, en la cabeza, lo hizo tres veces más, muy cerca, apretando el cañón contra la cara. Sus manos temblaban, chorreaban sangre, lamió una gota que le caía por la cara. Pensó que era una lágrima. Estaba equivocado. Siguió apuntando al bulto hasta que los perros dejaron de ladrar y su respiración y las chicharras fueron los únicos sonidos que percibía.
Nada.
Metió la pistola en sus calzones, sintió calor en su entrepierna, salió del cortijo y empezó a caminar. Un camino que le llevaría a ese camarote de un portaaviones americano en mitad de otra guerra.
- Me cago en mi puta suerte- , murmuró.
Y se quedó dormido.
Gómez (4) La venganza.
La inflamación no había bajado pero sentía menos el dolor, era como si los testículos estuvieran forrados de corcho, para entendernos. No le dolía al orinar y había dejado de sangrar. Eran las cuatro y cuarto de la mañana. Probó con el grifo y nada. Salió al pasillo, miró en Duty Roster el nombre del Jefe de Guardia, se metió sin mayores miramientos en su camarote y se duchó, le quitó dos paquetes de cigarrillos y a cambio, hay que ser agradecido, dejó la ducha del capitán llena de pelos.
Se sentía bien. La gente, agotada por todo el meneo del día anterior, roncaba, los pasillos aún atufaban levemente a humo, los motores sonaban como siempre, ese pobre japonés no consiguió hacerles demasiado daño, subió a cubierta a darse un garbeo.
En el acceso a la torre había un marine de guardia, 19 años, le ofreció un cigarrillo, no puedo dormir, de menuda nos libramos ayer, vaya fregao, Iowa??, mira que bien, no tenéis muchos carriers en Iowa, ji ji ji, mi jefe es fulanito, el mío es el Staff Sgt. O’Connors, pues mira que bien, mira una estrellita fugaz, mi novia se llama Kathy, es preciosa, y O’Connors dónde para, hace tiempo que no le veo el jodio cabrón, la última juerga que nos corrimos fue en San Diego, qué tiempos, antes de..., su camarote es el 232-24, algún día iré a verle, bueno chaval que te sea leve, voy a ver mi avión, bla bla bla, ji ji ji. Venga, tio, encantado de conocerte, igualmente, nos vemos por aquí, otro bla, y medio ji, ahí te quedas.
232-24.
Un suboficial por mucho que sea el más antiguo de una unidad de policía militar de marines embarcada en un carrier no suele disfrutar de su propio camarote; es un privilegio que corresponde a pocos, aunque con tanta baja entre pitos y flautas había vacantes, en cualquier caso le importaba un carajo, tenía para repartir cuando la cosa precisaba generosidad, repartir hostias, se entiende.
Plataforma 23, estribor, número 24. Chino chano la faca en la mano. Bueno en el bolsillo, pero calentita.
- What the fuck?? - - Calla y duerme que esto es personal, visita de cortesía.- Parece mentira lo que puede hacer un dedo debidamente girado en la posición correcta. La navaja ayuda, concedido. El compañero de O’Connors que se había despertado o ya lo estaba, hizo el amago, pero en calzoncillos y frente a una navaja de aquellas dimensiones, Made in Albacete, levantó la manita pepeluí dejando muy clarito que había comprendido que aquello no tenía que ver con él, se hizo un ovillo, acunó su arranque de compañerismo, duérmete niño, que nos van coser el forrito y se dio la vuelta con la oreja puesta. Luego lo arreglarían, además al Staff Sgt. una manga de leches bien dadas a lo mejor le sentaban hasta medio bien.
A todo esto, el protagonista, el que había comprado todos los números de la rifa al golpear la noche anterior al hombre equivocado, tenía poco que aportar, probablemente, porque Gómez le tenía cogida la tráquea con bastante soltura y desahogo, que era lo que la mole pelirroja más añoraba, el desahogo. Su cara oscilaba entre violeta chillón y azul marino por momentos. Las venas de la frente, las sienes y el cuello le latían como tambores. Tenía a un pirado con una navaja en la mano dedicado en exclusiva a prestarle sus atenciones. Uy, uy, uy fue lo más profundo que se le ocurrió, en inglés, claro.
Como, pese a las apariencias, Javier Gómez también tenía corazoncito, no es que fuera un sentimental, es que no quería que se lo agujerease un pelotón de ejecución, sabía que no iba a hacerle daño a un policía militar en tiempo de guerra, pero por otro lado la asignatura de diplomacia se le dio de pena en el poco tiempo que había ido al colegio, así que decidió lo más sensato, que resultó ser lo más eficaz, de paso.
Se acomodó en el borde de la litera y miró a aquel hombretón indefenso y asustado, le dejó ver la navaja desde todos los ángulos que el giro de su muñeca le permitía y a la suficiente distancia como para que, como quien no quiere la cosa, la hoja le rozara una pestañita ahora, la nariz después, el tembloroso labio inferior. Pero eso no era más que el acto previo para establecer el inicio de la venganza. Uno conoce sus armas.
Lo que el marine vio en los ojos negros de aquel hombre le aterró hasta tal punto que su cuerpo dejó de estar en tensión, se abandonó a su suerte, pegó los cuartos traseros contra las tablas y se rindió. Moriría si el otro así lo quería, viviría exactamente por la misma razón.
Javier dejó de apretar. O’Connors podía ser tonto del culo pero hasta por su sangre irlandesa fluían genes humanos, animales, códigos de conducta ancestrales, miedos arraigados en lo más profundo de cada uno de los capilares de cualquier ser vivo. La pulsación eficaz de esas invisibles y mínimas fuerzas activó el mecanismo.
No hubo un solo golpe, ni una gota de sangre fue vertida, la navaja había desaparecido del cuadro, era ya innecesaria.
En aquella mirada había tanta muerte que el irlandés creyó orinarse cuando oyó aquel susurro en castellano:
- Jamás vuelvas a hacerlo.
No había entendido una sola palabra, pero había comprendido.
- I understand.
Salió al pasillo, cerró la puerta con mucha parsimonia tras de sí y se dirigió al hangar. Quería ver cómo estaba su avión. Le estaba tomando aprecio a aquella lata con alas.
Gómez (5) Mike y Ella.
Era una patrulla rutinaria de reconocimiento, una de tantas, charlaban, Mike le estaba contando algo sobre una chica a la que había emborrachado el día antes de dejar San Diego, reían.
Desde el sol les llegaba una pareja de zeros. Lanzados, como dardos, pegados el uno al otro. Los pilotos agazapados tras las miras debieron relamerse ante lo que iba a suceder.
Una explosión les sacudió, Gómez sintió como propio el estremecimiento de las piezas arrancadas del Dauntless que pareció detenerse un instante, como si se resistiera a creer lo que le había ocurrido, una sacudida brutal, derrotado, inhábil para continuar en el aire se abandonó a su destino y comenzó a caer, girando.
Él empujaba, ella susurraba en su idioma y puede que tal vez inventara palabras, sonidos nuevos que nacían en lo más profundo de su cuerpo. El festival de sensaciones que Javier estaba viviendo le tenía desconcertado, estaba absorto por la belleza de la mujer, la fuerza de su cuerpo elástico y menudo, su entrega. Sentía su placer y eso le proporcionaba un gozo que no había conocido antes, incluso pensó que la vida tal vez no era tan perra después de todo. Era algo nuevo, una sensación tan intensa como el combate, como la presencia de la muerte, aquel movimiento compartido, el entorno, el sol, las palabras incomprensibles que ella ronroneaba estirando su espalda, curvándola hacia atrás, tensa y elástica.
Giró la cabeza, frenético, el ala derecha había desaparecido en sus dos terceras partes, el horizonte se bamboleaba al fondo, caían. Mike no respondía. Con el hombro derecho aplastado contra el fuselaje se deshizo del cinturón. El ruido, el quejido del motor, animal casi, las explosiones. Fuego.
- Mikeeeeee!!!!!!!.
Ajustó el movimiento de sus caderas de tal forma que los pezones de ella mantuvieran un vaivén rítmico, eso le excitó aún más, a veces la atraía hacia sí para hacerlos coincidir con los suyos en el roce y volvía a levantarla, quería verla bien, entera, entregada, disfrutando como él, pensó que le leía el pensamiento cuando ella pasó de apoyarse sobre sus rodillas a estar en cuclillas sobre sus caderas.
Pateó fuera del compartimiento las cintas de munición que se le enredaban en las piernas, una de las cajas metálicas salió despedida desde alguna parte y le rozó la frente rasgando la piel. El calor intenso. El aire que no llega a los pulmones. Un avión que vio pasar, veloz, tal vez unos ojos llenos de pena, de odio o de alegría les miran al pasar.
- Mikeeeee!!!!!!
Javier corta las cintas con la navaja, sangre en las manos negras, hijosdelagranputa, cabrones.
- Mikeeeee!!!!.
Clavó el pie derecho en el soporte de la ametralladora para obtener el impulso que le permitiera sacar el cuerpo de la cabina negra de humo. El giro se cerraba, aquel despojo metálico ametrallado, torturado, se desmembraba, el mar era cada vez más inmenso, más cierta la muerte, cada segundo que tardara en saltar era una vida desperdiciada. - Mike, saltaaaa!!!! -
Cada embestida les llevaba más cerca del silencio, de ese aislamiento de toda percepción exterior que sólo los amantes, algunos, a veces, consiguen. Cuando ambos creían que no podría penetrarla más, él bajó las manos por la espalda de ella y le atrajo con fuerza hacia su cintura. Ella sintió que se licuaba, que aquel hombre la estaba llevando a un estado de placer completo, circular, perfecto, más allá del roce, la posesión o el deseo. Él sentía que se moría cuando sintió los espasmos. La mujer quedó sin aliento.
Tenía que salir, tenía que saltar, entregarse a la muerte encerrado entre aquellas planchas ardientes no entraba en sus planes. Sacó un hombro, los brazos, el torso, al fin se sentó sobre el marco inferior de la carlinga, el aire hizo el resto. La fuerza de diez huracanes le arrancó de las llamas, le parió al aire limpio y el tiempo se detuvo.
Le apartó el pelo de la cara morena, un beso en los labios, le abrazó muy fuerte y quedó inmóvil. Ella, la cara hundida en su cuello, sostuvo al hombre aún un poco más, dejándose llevar muy lejos, a un estanque de olas mínimas que partiendo de su sexo abarcaban su cuerpo entero y los ojos se le llenaron de lágrimas.
El giro lento del avión, la cara de Mike girada hacia atrás, los ojos abiertos, sorprendido por una muerte que no pudo ver llegar. Otra vuelta y el avión se deja ver, desgarrado, el silbido del viento.
Se separan.
Los árboles crecían en el mar verde, tal vez azul, de ese color indefinido que tienen las aguas quietas en el trópico, estaba desnuda junto al manglar, el cuerpo bañado en sudor, moteado de arena dorada.
El sol arriba, el mar abajo, el mundo vuelve a tener sentido.
La sombra del paracaídas.
Él nunca lo recordaría pero consiguió cortar las cintas, activar el mecanismo de la lancha, subir a ella, tenderse. Antes de perder el conocimiento sintió una puñalada de vergüenza, no había visto llegar el avión que les derribó. Deseó volver a verla y todo se hizo oscuridad.
Mike también. No.
Cuando la tripulación del Catalina le recogió repetía dos nombres alternativamente, de forma mecánica, enfebrecido: Amalda. Mike. Amalda. Mike.
Tenía quemaduras en las manos y parte de la camisa metálica de un proyectil incendiario de veinte milímetros había cauterizado la herida que había atravesado su muslo derecho de una a otra parte.
Deliraba, pero estaba vivo. Jodido pero vivo.
Dentro del PBY:
- You’re gonna be OK, mate.
- Lo que tú digas, capullo. Dame agua y quítame esa mierda de la nariz, coño.
Es verano y con un poco de suerte alguno llega al final de este post.
Total, no hay muchos sitios donde colgar historias ambientadas en la 2GM y tengo unas cuantas que acabo de encontrar haciendo limpieza en el disco.
Allá van:
Gómez (1) Mar del Coral.
- FUCK!!!! gritó.
Lógico, se acababa de romper los labios y un diente contra el cierre de la Browning. La cosa estaba bastante jodida, es cierto. Desde hacía dos minutos el Dauntless era agitado por los pepinazos de todo calibre y condición que los artilleros de la Flota Combinada Japonesa tenían a bien despacharles, todo hay que decirlo, con creciente precisión y afinada mala leche. Cuando no era una lluvia de metralla tamborileando por todo el avión era un bamboleo de esos que te dejan el estómago fino y los huevos con salchicha de corbata. Hala!!! otra pota, vaya día que llevo.
- Cagonsusmulas, con lo bien que hubiera estado yo en la neivi de los barcos en vez de empeñarme en volar. BOOM. La leche, esta casi nos jode.
- Y este pardillo clavado al avión del Flight Leader, ni una maniobra para evitar que nos maten.
El cielo parecía el lomo de un dálmata, tantas explosiones lo salpicaban que no podía comprender cómo no los habían derribado aún, como al pringao ese del F4 que se había comido enterito un proyectil de los gordos abandonando este valle de lágrimas en forma de lluvia metálica sanguinolienta y vertical. Añicos lo han hecho al pobre. Hay que ver.
A ocho mil pies de altura el paisaje era poco halagüeño, vamos que pintaban bastos. La flota japonesa parecía haber sacado en procesión todo su arsenal.
- Y eso?? Joder!!!!! Mike!!!! Three Zeros, 6 o´clock high. Ratatatatatata, toma cabróóóóón. It´s OK, they’re climbing, we’re clear.
- Juer, de esta no salimos, si no me acierta uno de estos de los puntos coloraos me dan un pepinazo o me estrella este estirao mamón. Virgen del Carmen, tres portaaviones y una jartá de destructores. Madre mía, madre mía.
Javier Gómez estaba realmente acojonado, la camisa no le llegaba al cuerpo y juraría por su Chiclana natal que tenía manchados de óxido anal su gayumbos uesneivi. Se había metido en un fregado que poco podía imaginar cuando en Nueva York se alistó en el cuerpo de aviación de la armada con la intención de ser piloto, o lo que fuera, para salir de la lavandería de Queens en la que se estaba dejando los pulmones y la juventud.
Si le hubieran dado a elegir entre estar esa mañana en el Mar del Coral o cualquier otra cosa, seguro que hubiera vuelto gustoso a limpiar mierdas de caballo en Jerez para el señorito cabrón que le dijo que si quería prosperar y hacerse una fortuna emigrara a los Estados Unidos. Total, la vida que es muy puta, de las caballerizas de D. Álvaro a estar de artillero en un Dauntless en medio de una guerra mundial vestido de sargento americano y pegándose de tiros contra unos japoneses que estaban como cencerros.
En cualquier caso, poco tiempo para pensar le dejaban al pobre Javier, era para irnos conociendo, por romper el hielo, vamos.
La cosa es que iban a soltar dos bombas sobre un portaaviones japonés, según le habían dicho y allí abajo no había uno, había tres. Y como era de esperar no estaban solos, estaban rodeados de barcos cuya única misión en esta vida parecía ser la de volarle los cojones a un gaditano.
- A ver si conseguimos acercarnos, por lo menos que se lleven un viaje en la coronilla antes de que nos maten a todos.
Pasaban zumbando a su alrededor los cazas, unos disparándole, otros disparando a los que le disparaban y de vez en cuando, hasta los artilleros de los aviones vecinos le enviaban peligrosamente cerca una ristra de trazadoras como mistos encendidos.
Estaban todos acojonados, mucha instrucción sobre el uso de la radio, mucho código y mucha leche pero cuando sonaban los tiros todos gritaban como locos, no había manera de entenderse y las maniobras las señalaban los aviones de los jefes a los que les seguían a base de braceo, deditos y movimientos con las alas. Si es que no se puede, cagüenlaleshe.
- Shut the fuck up!!!!- gritaba el boss, lo llevas claro mamón. -Halaaaaa, otro que cae. Ahí vienen otra vez. Mike, 2 zeros 4 o’clock level. Este se caga, por mis mulas que le doy. Quinientos, cuatrocientos metros, tres...- y las trazadoras cruzándose, me da, me da, las suyas curvándose por debajo del caza, suben, suben y estallan en el motor y la cabina del zero, revienta dentro una sandía japonesa y el trasto pasa zumbando por starboard con lo que queda del cuerpo del piloto caido sobre la palanca, muerete cabrón. Y las lágrimas le corrían por las mejillas por el humo de la ametralladora, los gases del motor, el acojone y el viento. - Good shooting Goumesss!!!!!. Será gilipollas el mascanucas este. A ver si sueltas las bombas y nos vamos para el carrier.
Le debió parecer la colleja más impresionante de todas las que había recibido en su perra vida, y habían sido muchas. El piloto, el tal Mike, estaba tan entusiasmado no perdiendo su puesto en la formación que cuando picó y activó los frenos el avión casi se parte en dos pedazos, como el cuello del gaditano que juraba en arameo, idioma del que hasta el momento no tenía idea pero en el que se estaba soltando por momentos.
El picado, incluso en las prácticas era jodido para los gunners, se quedaban pegados a las cinchas, sintiendo que las piernas flotaban y las tripas se salían por los ojos, mientras veían por encima del hombro cómo la superficie del mar se acercaba y esto no era un ejercicio, los estaban vapuleando en condiciones, de lo lindo, dos agujeros enormes acababan de aparecer en el ala derecha como si nada, sin ruido, sin explosión y Javier los miraba embobado convencido de que iba a morir. - Quillo!!!! suéltalaaaaaaaa. Drop it now!!!! como seaaaaaaaa. Madre míaaaaa.-
El ruido era ensordecedor, veía otros tres aviones picando a su alrededor, uno de ellos con el ametrallador muerto, la cabeza bamboleándose como la de un pelele con ese movimiento patético de los muertos en las orillas. Las explosiones eran ya insoportables, densas, contínuas, olía a explosivo, a gasolina y levemente a mar.
El Dauntless ya no volaba, caía, se desplomaba empujado por vientos y bombazos, zarandeado más allá de lo que nadie podía haber calculado que resistiera una máquina, era imposible salir vivo. Javier andaba ya por la segunda estrofa del Padrenuestro en latín, que junto al arameo y el inglés eran sus idiomas favoritos esa mañana, cuando sintió el tirón y pasaron zumbando por entre los mástiles de dos destructores que estaban cerca del navío que acababan de bombardear, era imposible saber si su avión había dado en el blanco, vió explosiones en la cubierta, dos aviones y una docena de hombres salieron despedidos, pero la mayoría de las bombas caían en el agua que hervía, se elevaban columnas blancas a más de 100 pies de altura salpicadas de los restos de las calderas del infierno y todo a su alrededor eran trazadoras y murallas de agua.
Disparó sobre los barcos mientras los tuvo a tiro, intentó matar a los cabrones de blanco que servían las piezas y contra las ventanas de los puentes, no dejaba de apretar los disparadores, dejaba que las trazadoras se pasearan de uno a otro lugar y gritaba. Sí, claro, en varios idiomas. Gritaba incoherencias y sangraba de morderse los labios partidos cuando sintió cierto alivio al notar que decrecía la intensidad del zarandeo y oía los gritos de júbilo en los auriculares.
El portaaviones que habían atacado estaba envuelto en llamas y escorado, pero a Javier Gómez, Sargento de la US NAVY, natural de Chiclana de la Frontera, vecino que lo fue de la C/ Amores todo aquello le importaba una mierda y sólo quería volver algún día a mirar los ojos de una morena en la muralla y perderse en ellos en silencio.
Gómez (2) Qué puta es la guerra compadre.
- Goumesss!!! Will ya stop playing that fucking guitarr????
- Cálla malahe, que zon tanguilloh de Cai.
- What the hell?? Speak english, you bastard. You’re in the US Navy now.
- Ojalá te caiga un japoné ensima, mamón.
Quizás convenga hacer constar que después de sobrevivir a su primer servicio de guerra, haberle volado la cabeza a un piloto japonés y de haber visto tan de cerca el llavero a San Pedro, Gómez gastaba esa noche una melopea de impresión. Dos dedales más de bourbon y la palma, fijo. En estos casos le solía salir su acento original y le daba por ponerse melancólico. Cada cual tiene su modus pedendi, ya se sabe.
- Una tarde de tormentaaaa, tralílará tralí, noh fuimoh a peleaaaá.
- Tucutucutucutún, rarará.
- Loh japoneseeeeeeeee, ay mareeeee!!!!, los japoneseeeeeeeee
- Hijoh de la gran putaaaaaaa. La que oh vamoooooh a liaaaaaá...
Andaba Gómez enfrascado en la solitaria tarea de hacer de su camarote The New Corral of the Joaquina con una voz indescriptiblemente desagradable, casi delictiva, cuando entró por la puerta el MP Staff Sergeant O´Connors, natural y vecino de Ohio –cuando no estaba en la guerra, claro-, y que era conocido en el carrier por tener algo menos de medio dedo de frente y manejar la porra en las peleas con una habilidad pasmosa para un tipo que rozaba por su límite más próximo a la oligofrenia la idiocia más pertinaz y evidente.
Semejante masa muscular pelirroja hizo dos cosas muy feas: entrar sin llamar en el camarote de Gómez y quitarle la guitarra de un manotazo.
Lo siguiente fue más una putada que una falta de educación. Sin mayores preámbulos, sin un simple Hi, le arreó un stickazo al pobre chiclanero en la entrepierna que acabó inmediatamente con varias cosas: la composición musical que le tenía tan entretenido, su borrachera y las esperanzas de volver a ejercer de varón por un tiempo, si no de forma indefinida, más aún visto que el gaditano perdió en el acto el poco conocimiento que en su estado tenía.
Le dolían la cabeza y las balls en similares proporciones. Fifty-fifty más o menos. Al principio no conseguía identificar los sonidos pero por fin se dio cuenta de que estaban sonando las alarmas.
Zafarrancho de combate!!!!!
Todo el mundo a sus puestos de combateeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!!!!!!!!!!!!
Era para verlo. Penita daba. Chaleco salvavidas, casco, botas sin atar, sin afeitar, despeinado, los ojos como dos huevos duros y los huevos duros como piedras, había tratado de subirse la bragueta pero el roce le recordó la noche pasada, su encuentro con el mostrenco de la policía militar que tan claro le dejó que no entendía de flamenco.
Corría por los pasillos hacia su puesto de combate, sonaban en cubierta pepinazos de antiaérea y eso era lo que él tenía que estar haciendo, estar de suplente de cargador en la batería Bofords 40 número 3. De volar nada, no se despega con un Dauntless en medio de un ataque, eso suponiendo que tu Dauntless no se encuentre en proceso de reparación tras haber recibido 213 impactos, daños, desgarrones, pérdida de piezas varias y, según Gómez, hasta dos puñaladas traperas de algún gitano japonés. Es un exagerado.
Correr por un portaaviones en mitad de un zafarrancho de combate no es cosa sencilla, como no tengas suerte y te pille la alarma cerca de tu puesto tienes que pegarte una buena carrera esquivando gente, subiendo y bajando escaleras de esas de matarse incluso sin prisas. Sí, claro, en las prácticas uno va al trotecito, hola Johnny, how’re ya doing, corre corre que te pillo, el jefe da unos grititos y tal mirando el reloj, paripé... pero en mitad de una batalla como la que estaban librando cuando suenan el pito y las alarmas la gente literalmente se deja los huesos en las escaleras, más de uno no termina de llegar a su puesto porque se ha roto la crisma. Y, todo sea dicho, alguno hasta se pierde porque la alergia al plomo es una enfermedad descrita en los libros más antiguos.
Pintaban bastos. Se oyó una gran explosión ahogada a través de los mamparos exteriores, un impacto en el agua, pero cercano, supuso Gómez. Apretó los dientes, entrecerró los ojos, deslumbrado, y cuando asomaba la cabeza al exterior tuvo que dejar paso a un grupo de sanitarios que traían a un marine herido. Le habían alcanzado en la cara, tenía los ojos abiertos como platos. De la nariz hacia abajo su cara había desaparecido. Tú no cantas más, pensó. En cuanto hubieron pasado se ajustó el barboquejo y se incorporó a su puesto. El Bofords estaba a medio cubrir así que se puso a pasar munición, peines de cuatro proyectiles, a los cargadores que los introducían en las guías de alimentación de cada una de las piezas que componían el montaje cuádruple.
Cuatro bocas de 40 mm disparando a un ritmo de 120 a 160 proyectiles por minuto es lo que el médico recomienda en Chiclana para la resaca y la güevitis, pensaba Gómez.
Ahí viene!!! La verdad es que ni se había fijado en los aviones, había saltado a la torreta y pasaba munición en la cadena sin pararse a mirar fuera. Cuando giraba el torso para recibir peines podía ver a un marinero regar los cañones de cinco pulgadas que estaban disparando desde hacía un buen rato, supuso, el agua se tornaba vapor nada más repartirse por las superficies cilíndricas que no paraban de tirar.
Levantó la vista cuando gritaron y lo vio. Es jodido estar abajo y ver cómo pican y se hacen más y más grandes, la bomba siempre te mira a ti. Por babor entró un ruido sobre todos los demás, un torpedero sobrevoló la cubierta a unos 15 metros sobre los cables de apontaje. Hasta un oficial de señales sacó la Colt y le vació el cargador. Los dos japos, les vió perfectamente, llevaban las cabezas metidas en los hombros y echadas adelante, como si se escondieran para no ser vistos. Ametrallado, cañoneado y maldito desde todos lados el avión estalló, desintegrándose, a unos 500 metros.
¿Un torpedero?
¿Entonces?
La explosión sacudió todo el carrier que estaba en ese momento cortando su propia estela por enésima vez con los destructores bailando a su alrededor. El torpedo había estallado en algún punto debajo de la torre.
- Seguid, coño, no dejéis de alimentarlos!!!.
Había aviones por todos lados, eso le parecía a Gómez que se había quedado embobado mirando en la cubierta un curioso espectáculo. Una ráfaga de ametralladora venía de popa cosiendo la pista como una Singer en una ligera diagonal hacia donde él estaba. Se agachó, la carrera de balas se detuvo un momento sobre los servidores del Bofords salpicando de sangre toda la torre y haciendo estallar un proyectil del 40 de los que aún estaban apontocados contra la estructura interior y que le segó limpiamente un brazo a un sargento primero que de todas formas para entonces ya estaba tan lleno de agujeros que de flotar ni hablar y continuó hasta arrancarle la manguera al tipo que estaba regando los cinco pulgadas. La sangre puede vaporizarse también. Javier lo vio en el pecho del aquel chaval cuando salieron las balas que le habían entrado por la espalda.
La sombra del caza le dejó casi a oscuras por un instante. Sintió el olor a gasolina de los escapes y el rebufo de la hélice, estaba pintado de blanco inmaculado con esos enormes círculos rojos, giró suavemente a izquierdas a toda pastilla; en cuanto se hubo alejado unos cien metros empezaron a dispararle hasta los pasteleros con las mangas de confitar.
De los catorce que eran en esa torre el caza se había llevado a ocho por delante. Los que no habían recibido la ráfaga murieron por los rebotes en las protecciones metálicas, esquirlas o el proyectil que estalló. Los sacaron como pudieron, con cierto miramiento a los heridos, a los muertos como sacos. Había que seguir disparando.
Gómez escupió. Estaba realmente muy cabreado. Y le dolían terriblemente las pelotas. Mala combinación en un gaditano.
Se hizo cargo del Bofords, empezó a dar órdenes y la pieza volvió a disparar siendo servida por auxiliares de pista, camareros y hasta un par de pilotos que se pusieron a sus órdenes no siendo capaces de hacer valer su categoría de oficiales ante el torrente de instrucciones que estaba soltando el crazy spaniard por esa boquita y la eficacia con la que había tomado el control de la situación en medio de semejante carnicería.
Ordenó que subieran la manguera para limpiar la sangre que tenía a más de uno al borde del desmayo, pero sobretodo para que dejaran de resbalar los que acarreaban munición.
Vio otro torpedero aproximarse al carrier por la amura en la que se encontraban, venía pegado a las olas, a unos 1000 metros, algunos destructores le disparaban pero nadie, que Gómez viera, desde su propio buque y estaba claro que ellos eran el blanco.
Palmeó la espalda del apuntador y le indicó dónde debía orientar el Bofords. Lanzó uno de los cargadores de su Colt hacia el jefe de la pieza vecina, que estaba disparando hacia arriba, a los cazas, para llamar la atención y lo logró, le dio en el casco y cuando se giró hacia él, le indicó por señas el japonés que venía directo hacia ellos; el montaje número dos también se orientó hacia el torpedero.
Ocho cañones de 40 mm disparando contra un avión que se aproxima en línea recta y a su nivel tienen muy poquitas posibilidades de no terminar acertando. La pieza que mandaba Gómez empezó tirando alto, corrigió sobre la marcha y observó que el fuego cruzado con la número dos empezaba a converger en la trayectoria del avión hasta que uno de los proyectiles arrancó limpiamente un ala del avión que giró violentamente y se estrelló contra el agua sin haber soltado el torpedo. Gómez le pegó una palmada al cabo que accionaba los disparadores para que dejara de presionarlos y oteó el cielo mirando primero hacia los lugares donde estaba disparando la flota.
Había pasado. El carrier dejó de girar y redujo su marcha; sin duda estarían evaluando daños y empezando las reparaciones.
- Eh!! ahí, mirad. Un paracaídas.
Todos a bordo sabían qué tipo de uniformidad, accesorios y paracaídas llevaban los pilotos americanos. Aquel tipo que caía era japonés. Sin duda. Previendo lo que iba a suceder Javier se apartó de la pieza, de un par de saltos subió a la cubierta y esperó estar equivocado mientras encendía un Lucky viendo el pausado descenso del japonés hacia las olas.
El primero en disparar fue un teniente con una .30 desde la torre. Fueron un par de segundos lo que tardaron los demás en imitarle. La gente vio que el oficial, con una mano vendada y la camisa medio quemada, había abierto fuego sobre el piloto derribado. Le siguieron varios puestos de ametralladoras múltiples del calibre .50 y finalmente cuatro montajes de 40 mm. Gómez no había perdido de vista al pobre infeliz, le vio agitar los brazos, luego encogió las piernas y cuando las líneas de plomo que le buscaban terminaron encontrándole vio como su cuerpo se deshacía poco a poco, una pierna, los brazos, el paracaídas rasgándose, trozos de cinta, de cuerda, de intestinos...
Cuando el japonés no era más que una mancha de sangre en el océano envuelta en seda blanca un capitán de marines pasó el brazo por el hombro a uno de sus hombres y le quitó muy despacio el Garand sin munición con el que aún trataba de disparar a aquellos despojos.
- Qué puta es la guerra compadre.
Escupió una hebra de tabaco que se le había metido en el diente roto y se fue a su camarote.
Gómez (3) La Plaza.
Las pelotas de Gómez estaban hinchadas y tenían un color que no le gustó nada. Tomó un puñado de aspirinas. Intentó darse una ducha pero habían cortado el suministro de agua, pensó que debían tener un incendio en alguna parte o que el torpedo había afectado a las bombas o las conducciones, trató de lavarse las manos usando su cantimplora y se tumbó en la litera. Estaba muy cansado, llenó un vaso con bourbon, sintió que se le revolvía el estómago cuando subió por su nariz el aroma recio, miró el líquido con una profunda sensación de asco, cerró los ojos y bebió hasta la última gota.
Le vino una arcada que pudo contener a duras penas y cuando la quemazón en su interior se mitigó dio un trago a una cerveza caliente.
- Me cago en mis mulas toas. Marditos sean tos mis muertos pelaos y montaos a caballo. Me cago en mi puta sangre, me cago en dióh y me cago en tó.
Una de sus botas se estrelló contra la foto de la esposa de su compañero de camarote rompiendo el cristal, la otra no tuvo fuerzas para quitársela.
Cerró los ojos buscando un sueño imposible, una tranquilidad que desconocía desde hacía años y su oscuridad, otra vez, como siempre, se llenó de fotografías siniestras: el piloto japonés que recibió sus balas en la cara y cuya cabeza estalló como una granada madura arrojada contra una pared encalada, el paracaidista indefenso que había sido triturado por el miedo y el odio de sus compañeros, un hombre que dormía una noche de verano en un cortijo de Jerez y cuyo grito mientras moría ahogó a tiros, el marinero que no miraba al cielo y que refrescaba los cañones, ajeno al combate, hasta que le traspasaron el pecho media docena de balas, los hombres que murieron a su alrededor en la bofords tres, un chino degollado en un callejón de Manhattan con el reloj de su padre en una mano y un cuchillo en la otra, las imágenes que les habían mostrado los marines: japoneses calcinados por los lanzallamas, triturados, amontonados, los marineros que salieron despedidos de aquel portaaviones, muñecos impulsados por ondas invisibles, rotos.
Javier tenía demasiados muertos en la cabeza como para dormir, demasiado miedo acumulado como para sentirse en paz y demasiado odio hacia sí mismo y hacia casi todo por haberse dejado embarcar en una guerra que no era la suya, una guerra que le importaba una puta mierda pero en la que, estaba convencido, le iban a picar el billete.
A veces, cuando estaba con sus compañeros, pensaba que eran afortunados, hasta los más tirados habían tenido comodidades, lujos impensables en la Andalucía de finales de los años 30. Por lo menos tenían un país, familias, se emocionaban con un himno y una bandera, luchaban por algo grande, eso les habían dicho, ellos así lo creían, al menos hasta que empezaban a verle la cara a la muerte, entonces las certezas se diluían pero aún así, tenían donde volver.
Él no tenía nada, no podía regresar a su tierra, había perdido el apellido de su padre en Portugal, cuando empezó a ser Javier Gómez, de Sevilla, aprendiz de zapatero, buscavidas, emigrante a América en busca de Dios sabe qué futuro. Le habían arrebatado toda esperanza, se lo habían quitado todo un mediodía abrasador en mitad de un plaza de Jerez. No tenía nada.
- Cagonmiputasangre.
Se tendió de lado, estiró el brazo hacia la cantimplora y vertió el resto de su contenido sobre su cara mojando la almohada. Pensó que parecía una meada y trató de recordar su casa, la casa de Chiclana, la única que consideraba su hogar, donde su madre estaría deseando recibir otra carta suya y con la misma ansiedad otro giro con el dinero que le enviaba regularmente todos los meses desde que llegó a Nueva York, sin faltar uno, aunque no hubiera encontrado un trabajo. La casa. La familia a la que no podía volver.
Su madre. Esa mujer pequeña que fue hermosa un día, madre de siete hijos de los once que había parido. Viuda desde el 19 de julio de 1.936 cuando un pistolero de Cádiz entró en el Colmado “Los amigos” en la Plaza de Santiago de Jerez de la Frontera buscando a su esposo.
Javier y su padre estaban comiendo puchero. Como todos. Ellos también se giraron cuando las cuentas de la cortinilla se apartaron. Entraron el sol y un hombre armado que dio tres pasos se plantó en el centro del local, sacó un cigarrillo, lo encendió con su chisquero, mucha calma en el gesto. Dejándose ver. Cuando empezó a mirar a los clientes todas las cabezas volvieron a los platos, el camarero pareció menguar hasta terminar esfumándose, la dueña miraba dentro de un vaso vacío tras el mostrador. Un jilguero cantaba, medio loco de calor, en su jaula, minúscula.
- Tú!!! ¿cómo te llamas? -, no señaló a nadie pero miraba al padre de Javier que poniéndose lentamente en pie, contestó su nombre, sus apellidos y que trabajaba como peón de albañil y mozo de caballerizas en el Arahal, la finca de D. Álvaro, donde la corta. Él le dará referencia.
El otro, con su camisa empapada en sudor y la nueve largo al cinto dio una bocanada profunda al cigarrillo irguiendo la espalda, abrió un poco más las piernas, la mano del encendedor se fue a un bolsillo. Tranquilo, recreándose en la suerte, disfrutando voluptuosamente del miedo que estaba generando. Volvió a preguntar:
- ¿Cuándo has estado tú en Cádiz por última vez?-. - No, sé, hace unos meses, no salgo mucho de Jerez, sólo para ir a Chiclana a ver a mi familia, verá usted, el único que está aquí conmigo es mi hijo, el mayor, este de aquí.-
- ¡Mentira!.- En la comisura derecha de los labios una sonrisa fría colgaba de dos ojos muertos. La mirada daba espanto. - Ya me han dado referencia, como tú dices-, dijo con algo que quiso parecer ironía pero que sonó como la puntilla desgarrando la nuca de los toros.
El pelo negro azabache, oliendo a colonia y coñac, el Chester consumiéndose lento, la uña del meñique jugueteando con la ceniza, amarilla. El nueve largo cada vez más largo.
Su padre no contestó, sólo miró a Javier, cerró los ojos y girando la cabeza volvió a enfrentarlos con los del hombre. Del bolsillo derecho de la camisa salió una foto que terminó frente a la cara del padre, muy cerca. Era un recorte de un periódico, húmedo de sudor. En ella se le veía a la salida de un mitin, de fondo la sede en Cádiz, la bandera en el balcón. Sonreían.
Su padre cerró los ojos un momento, no dijo nada.
Silencio largo. El cigarrillo se consumía, la brasa de la colilla chisporroteó levemente al caer sobre las baldosas cubiertas de aserrín.
- Ven pacá, anda.
- Quédate aquí Javier. No pasa ná.
Salieron. Su padre delante, el hombre de la pistola tras él, les seguían dos tipos trajeados y el Alcalde que habían permanecido en un segundo plano junto a la puerta. En la plaza no había nadie, calor, la cal de las paredes reflejaba, multiplicándolo, un sol enfurecido y blanco.
Se acercó a la ventana. Pegó la cara a la reja subido de rodillas al alféizar. El hierro le quemaba las mejillas y las manos.
Su padre llevaba la boina en la mano derecha, la cabeza gacha y sobre sus hombros un peso invisible pero evidente.
- Quieto parao. Date la vuelta cabrón.
Su padre miró hacia la calle que llevaba al ayuntamiento, al depósito de detenidos, parecía sorprendido cuando se giró.
La nueve largo recibió la luz vertical cuando la funda terminó de abrirse, el arma salió lentamente, el meñique con su uña mugrienta, estirado, como tomando un café.
-Aquí no.- El Alcalde.
- Cállese.- El de la pistola.
El arco en el aire, del costado al frente, dibujado por una mano decidida. La otra tira del cierre, una bala reluce dorada apenas un suspiro, un golpe seco, el arma sube, su padre levanta la cabeza, crece, se diría que es ahora más alto que el pistolero, crece a los ojos de su hijo. Cuanto más se acerca el arma a la frente del padre más alto se le antoja. Momentos tantas veces repetidos en su memoria, clavados más allá de la razón o el sentimiento.
El grito para un público invisible: “Así terminan los enemigos de... no recordaba las palabras exactas, el último insulto, la sentencia de la última humillación.
El padre miraba al hijo. El hijo quería que la tierra se abriera, que el sol lo abrasara todo, que la noche se hiciera de repente, que su padre viniera corriendo a abrazarle, quería morirse, no estar allí, hacer algo para ayudar a quien tanto quería. Pero sólo miró.
El tiro coceó la cabeza del padre, sus ojos se cerraron y su boca se abrió, enorme. Javier sintió que su interior se había roto atravesado por cien navajas, no podía dejar de mirar. No entendía lo que había pasado ni porqué. Quería gritar y no tenía aliento para hacerlo.
El cuerpo chocando contra los adoquines, derrumbado.
La pistola volvió a su funda, el hombre cubrió con su mala sombra el cuerpo, levantó los ojos hacia el sol, acumuló saliva en el fondo de su garganta, ruidosamente, se inclinó de lado, sólo un poco y, por encima de su hombro, escupió sobre el cadáver un odio más allá de todo lo humanamente concebible cuando el que mira tiene dieciséis años.
Los postigos de las ventanas se cerraron muy lentamente, la cuadrilla se alejó y las palomas también.
Silencio.
El alguacil y una pareja de la guardia civil le ayudaron a retirar el cuerpo. Limpió el salivazo que el cuerpo había recibido en la pechera con el puño de su camisa y escupió a su vez. Tapó la cara con su pañuelo, la frente ensangrentada, buscó en los bolsillos: el reloj, las cuatro monedas y retiró la alianza para entregársela a su madre. Se santiguó torpemente, sin convicción.
Mientras llevaban el cuerpo hasta el cementerio a lomos de uno de los caballos de la pareja uno de los guardias le puso la mano en el hombro y le dijo muy bajito: No llores chaval. Habían salido del pueblo, no podía evitarlo, silenciaba sus gemidos mordiendo la boina de su padre y una mano ardiendo, desde dentro, le apretaba la garganta.
El guardia le pasó la mano por el hombro y le dijo en el mismo tono quedo, de confidencia: - el hombre que ha matado a tu padre duerme en la casilla de caza de la finca de D. Santiago, llegó ayer y va a estar allí esta noche, los dos que han venido con él duermen donde la Pepa. Estará solo.-
- ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Dejó de llorar.
- Tu padre era un buen hombre, chaval. No olvides jamás. Haz lo que tengas que hacer y vete después.
El guardia le entregó un mugriento pañuelo. Javier dejó de llorar. Sí, sabía lo que tenía que hacer. Y por sus muertos, por su padre, que lo haría.
Conocía bien la finca de D. Santiago, había trabajado muchas veces allí, como mozo de cuadra.
La habitación estaba tenuemente iluminada por la luna, la ventana abierta, la mosquitera tendida cubriendo el marco, el olivar detrás. El ambiente era pegajoso, espeso, olía a coñac, a colonia y a pies. En el respaldo de una silla de anea, junto al cabecero de la cama, colgaba el cinto con la funda, sobre la ropa; el nueve largo estaba en la mesilla y el hombre que había matado a su padre roncaba tendido boca arriba. Tomó la pistola, la miró sintiendo su peso macizo, el cañón cilíndrico brillante, enorme en sus manos, repitió los gestos, accionó el mecanismo. El ruido hizo revolverse al hombre en la cama pero no se despertó, apuntó al pecho y supo que no podría matarle dormido. Bajó el arma.
Un perro ladraba, los caballos patearon el suelo de las cuadras. Las chicharras. Dio una patada a la silla, cayeron los cueros, rodó una botella por el suelo, el hombre se incorporó asustado y Javier levantó la pistola rápidamente y apretó el gatillo, se asustó con el retroceso, estuvo a punto de dejarla caer, el fogonazo le deslumbró un instante, el hombre gritó. Humo en la nariz, espeso. Volvió a disparar, esta vez sujetando el arma con las dos manos, en la cabeza, lo hizo tres veces más, muy cerca, apretando el cañón contra la cara. Sus manos temblaban, chorreaban sangre, lamió una gota que le caía por la cara. Pensó que era una lágrima. Estaba equivocado. Siguió apuntando al bulto hasta que los perros dejaron de ladrar y su respiración y las chicharras fueron los únicos sonidos que percibía.
Nada.
Metió la pistola en sus calzones, sintió calor en su entrepierna, salió del cortijo y empezó a caminar. Un camino que le llevaría a ese camarote de un portaaviones americano en mitad de otra guerra.
- Me cago en mi puta suerte- , murmuró.
Y se quedó dormido.
Gómez (4) La venganza.
La inflamación no había bajado pero sentía menos el dolor, era como si los testículos estuvieran forrados de corcho, para entendernos. No le dolía al orinar y había dejado de sangrar. Eran las cuatro y cuarto de la mañana. Probó con el grifo y nada. Salió al pasillo, miró en Duty Roster el nombre del Jefe de Guardia, se metió sin mayores miramientos en su camarote y se duchó, le quitó dos paquetes de cigarrillos y a cambio, hay que ser agradecido, dejó la ducha del capitán llena de pelos.
Se sentía bien. La gente, agotada por todo el meneo del día anterior, roncaba, los pasillos aún atufaban levemente a humo, los motores sonaban como siempre, ese pobre japonés no consiguió hacerles demasiado daño, subió a cubierta a darse un garbeo.
En el acceso a la torre había un marine de guardia, 19 años, le ofreció un cigarrillo, no puedo dormir, de menuda nos libramos ayer, vaya fregao, Iowa??, mira que bien, no tenéis muchos carriers en Iowa, ji ji ji, mi jefe es fulanito, el mío es el Staff Sgt. O’Connors, pues mira que bien, mira una estrellita fugaz, mi novia se llama Kathy, es preciosa, y O’Connors dónde para, hace tiempo que no le veo el jodio cabrón, la última juerga que nos corrimos fue en San Diego, qué tiempos, antes de..., su camarote es el 232-24, algún día iré a verle, bueno chaval que te sea leve, voy a ver mi avión, bla bla bla, ji ji ji. Venga, tio, encantado de conocerte, igualmente, nos vemos por aquí, otro bla, y medio ji, ahí te quedas.
232-24.
Un suboficial por mucho que sea el más antiguo de una unidad de policía militar de marines embarcada en un carrier no suele disfrutar de su propio camarote; es un privilegio que corresponde a pocos, aunque con tanta baja entre pitos y flautas había vacantes, en cualquier caso le importaba un carajo, tenía para repartir cuando la cosa precisaba generosidad, repartir hostias, se entiende.
Plataforma 23, estribor, número 24. Chino chano la faca en la mano. Bueno en el bolsillo, pero calentita.
- What the fuck?? - - Calla y duerme que esto es personal, visita de cortesía.- Parece mentira lo que puede hacer un dedo debidamente girado en la posición correcta. La navaja ayuda, concedido. El compañero de O’Connors que se había despertado o ya lo estaba, hizo el amago, pero en calzoncillos y frente a una navaja de aquellas dimensiones, Made in Albacete, levantó la manita pepeluí dejando muy clarito que había comprendido que aquello no tenía que ver con él, se hizo un ovillo, acunó su arranque de compañerismo, duérmete niño, que nos van coser el forrito y se dio la vuelta con la oreja puesta. Luego lo arreglarían, además al Staff Sgt. una manga de leches bien dadas a lo mejor le sentaban hasta medio bien.
A todo esto, el protagonista, el que había comprado todos los números de la rifa al golpear la noche anterior al hombre equivocado, tenía poco que aportar, probablemente, porque Gómez le tenía cogida la tráquea con bastante soltura y desahogo, que era lo que la mole pelirroja más añoraba, el desahogo. Su cara oscilaba entre violeta chillón y azul marino por momentos. Las venas de la frente, las sienes y el cuello le latían como tambores. Tenía a un pirado con una navaja en la mano dedicado en exclusiva a prestarle sus atenciones. Uy, uy, uy fue lo más profundo que se le ocurrió, en inglés, claro.
Como, pese a las apariencias, Javier Gómez también tenía corazoncito, no es que fuera un sentimental, es que no quería que se lo agujerease un pelotón de ejecución, sabía que no iba a hacerle daño a un policía militar en tiempo de guerra, pero por otro lado la asignatura de diplomacia se le dio de pena en el poco tiempo que había ido al colegio, así que decidió lo más sensato, que resultó ser lo más eficaz, de paso.
Se acomodó en el borde de la litera y miró a aquel hombretón indefenso y asustado, le dejó ver la navaja desde todos los ángulos que el giro de su muñeca le permitía y a la suficiente distancia como para que, como quien no quiere la cosa, la hoja le rozara una pestañita ahora, la nariz después, el tembloroso labio inferior. Pero eso no era más que el acto previo para establecer el inicio de la venganza. Uno conoce sus armas.
Lo que el marine vio en los ojos negros de aquel hombre le aterró hasta tal punto que su cuerpo dejó de estar en tensión, se abandonó a su suerte, pegó los cuartos traseros contra las tablas y se rindió. Moriría si el otro así lo quería, viviría exactamente por la misma razón.
Javier dejó de apretar. O’Connors podía ser tonto del culo pero hasta por su sangre irlandesa fluían genes humanos, animales, códigos de conducta ancestrales, miedos arraigados en lo más profundo de cada uno de los capilares de cualquier ser vivo. La pulsación eficaz de esas invisibles y mínimas fuerzas activó el mecanismo.
No hubo un solo golpe, ni una gota de sangre fue vertida, la navaja había desaparecido del cuadro, era ya innecesaria.
En aquella mirada había tanta muerte que el irlandés creyó orinarse cuando oyó aquel susurro en castellano:
- Jamás vuelvas a hacerlo.
No había entendido una sola palabra, pero había comprendido.
- I understand.
Salió al pasillo, cerró la puerta con mucha parsimonia tras de sí y se dirigió al hangar. Quería ver cómo estaba su avión. Le estaba tomando aprecio a aquella lata con alas.
Gómez (5) Mike y Ella.
Era una patrulla rutinaria de reconocimiento, una de tantas, charlaban, Mike le estaba contando algo sobre una chica a la que había emborrachado el día antes de dejar San Diego, reían.
Desde el sol les llegaba una pareja de zeros. Lanzados, como dardos, pegados el uno al otro. Los pilotos agazapados tras las miras debieron relamerse ante lo que iba a suceder.
Una explosión les sacudió, Gómez sintió como propio el estremecimiento de las piezas arrancadas del Dauntless que pareció detenerse un instante, como si se resistiera a creer lo que le había ocurrido, una sacudida brutal, derrotado, inhábil para continuar en el aire se abandonó a su destino y comenzó a caer, girando.
Él empujaba, ella susurraba en su idioma y puede que tal vez inventara palabras, sonidos nuevos que nacían en lo más profundo de su cuerpo. El festival de sensaciones que Javier estaba viviendo le tenía desconcertado, estaba absorto por la belleza de la mujer, la fuerza de su cuerpo elástico y menudo, su entrega. Sentía su placer y eso le proporcionaba un gozo que no había conocido antes, incluso pensó que la vida tal vez no era tan perra después de todo. Era algo nuevo, una sensación tan intensa como el combate, como la presencia de la muerte, aquel movimiento compartido, el entorno, el sol, las palabras incomprensibles que ella ronroneaba estirando su espalda, curvándola hacia atrás, tensa y elástica.
Giró la cabeza, frenético, el ala derecha había desaparecido en sus dos terceras partes, el horizonte se bamboleaba al fondo, caían. Mike no respondía. Con el hombro derecho aplastado contra el fuselaje se deshizo del cinturón. El ruido, el quejido del motor, animal casi, las explosiones. Fuego.
- Mikeeeeee!!!!!!!.
Ajustó el movimiento de sus caderas de tal forma que los pezones de ella mantuvieran un vaivén rítmico, eso le excitó aún más, a veces la atraía hacia sí para hacerlos coincidir con los suyos en el roce y volvía a levantarla, quería verla bien, entera, entregada, disfrutando como él, pensó que le leía el pensamiento cuando ella pasó de apoyarse sobre sus rodillas a estar en cuclillas sobre sus caderas.
Pateó fuera del compartimiento las cintas de munición que se le enredaban en las piernas, una de las cajas metálicas salió despedida desde alguna parte y le rozó la frente rasgando la piel. El calor intenso. El aire que no llega a los pulmones. Un avión que vio pasar, veloz, tal vez unos ojos llenos de pena, de odio o de alegría les miran al pasar.
- Mikeeeee!!!!!!
Javier corta las cintas con la navaja, sangre en las manos negras, hijosdelagranputa, cabrones.
- Mikeeeee!!!!.
Clavó el pie derecho en el soporte de la ametralladora para obtener el impulso que le permitiera sacar el cuerpo de la cabina negra de humo. El giro se cerraba, aquel despojo metálico ametrallado, torturado, se desmembraba, el mar era cada vez más inmenso, más cierta la muerte, cada segundo que tardara en saltar era una vida desperdiciada. - Mike, saltaaaa!!!! -
Cada embestida les llevaba más cerca del silencio, de ese aislamiento de toda percepción exterior que sólo los amantes, algunos, a veces, consiguen. Cuando ambos creían que no podría penetrarla más, él bajó las manos por la espalda de ella y le atrajo con fuerza hacia su cintura. Ella sintió que se licuaba, que aquel hombre la estaba llevando a un estado de placer completo, circular, perfecto, más allá del roce, la posesión o el deseo. Él sentía que se moría cuando sintió los espasmos. La mujer quedó sin aliento.
Tenía que salir, tenía que saltar, entregarse a la muerte encerrado entre aquellas planchas ardientes no entraba en sus planes. Sacó un hombro, los brazos, el torso, al fin se sentó sobre el marco inferior de la carlinga, el aire hizo el resto. La fuerza de diez huracanes le arrancó de las llamas, le parió al aire limpio y el tiempo se detuvo.
Le apartó el pelo de la cara morena, un beso en los labios, le abrazó muy fuerte y quedó inmóvil. Ella, la cara hundida en su cuello, sostuvo al hombre aún un poco más, dejándose llevar muy lejos, a un estanque de olas mínimas que partiendo de su sexo abarcaban su cuerpo entero y los ojos se le llenaron de lágrimas.
El giro lento del avión, la cara de Mike girada hacia atrás, los ojos abiertos, sorprendido por una muerte que no pudo ver llegar. Otra vuelta y el avión se deja ver, desgarrado, el silbido del viento.
Se separan.
Los árboles crecían en el mar verde, tal vez azul, de ese color indefinido que tienen las aguas quietas en el trópico, estaba desnuda junto al manglar, el cuerpo bañado en sudor, moteado de arena dorada.
El sol arriba, el mar abajo, el mundo vuelve a tener sentido.
La sombra del paracaídas.
Él nunca lo recordaría pero consiguió cortar las cintas, activar el mecanismo de la lancha, subir a ella, tenderse. Antes de perder el conocimiento sintió una puñalada de vergüenza, no había visto llegar el avión que les derribó. Deseó volver a verla y todo se hizo oscuridad.
Mike también. No.
Cuando la tripulación del Catalina le recogió repetía dos nombres alternativamente, de forma mecánica, enfebrecido: Amalda. Mike. Amalda. Mike.
Tenía quemaduras en las manos y parte de la camisa metálica de un proyectil incendiario de veinte milímetros había cauterizado la herida que había atravesado su muslo derecho de una a otra parte.
Deliraba, pero estaba vivo. Jodido pero vivo.
Dentro del PBY:
- You’re gonna be OK, mate.
- Lo que tú digas, capullo. Dame agua y quítame esa mierda de la nariz, coño.