Durante unos minutos, media hora quizas, Dieter tuvo que atender otros informes de nuevos prisioneros que estaban cayendo en manos de la Werhmacht. Algunos de ellos eran saboteadores. Otros, simples correos de la Resistencia. Unos pocos, paracaidistas norteamericanos. Aquella noche estaba siendo realmente movidita.
En cuanto despacho la ultima llamada, se volvio hacia sus quehaceres en el Chateaux.
-¿Dónde están? -preguntó al oficial-carcelero.
Este se removió en el asiento.
-Dos, en su celda.
-¿Y el tercero?
El carcelero señaló el otro cuarto con un gesto de la cabeza.
-Está siendo sometido a interrogatorio en estos momentos.
Dieter se puso en pie y abrió la puerta con aprensión. La figura achaparrada del sargento Becker apareció frente al vano blandiendo un garrote semejante a una larga porra de policía. Jadeaba y estaba empapado en sudor. Se había empleado a fondo. Tenía los ojos clavados en el prisionero atado al poste.
Dieter vio confirmados sus temores. A pesar de que estaba decidido a mantener la calma, no pudo reprimir una mueca de repugnancia. El prisionero era Genevieve, la chica que una patrulla encontró con una metralleta Sten bajo la chaqueta. Estaba desnuda y atada al pilar con una cuerda que le pasaba por debajo de los brazos y la mantenía en pie.Tenía la cara tan hinchada que no podía abrir los ojos. La sangre que le manaba de la boca le cubría la barbilla y la mayor parte del pecho, y en el resto del cuerpo el morado de las contusiones había sustituido al color natural de la piel. Uno de los brazos pendía en un ángulo extraño, aparentemente dislocado en el hombro. El vello del pubis estaba empapado en sangre.
-¿Qué le ha contado?
-Nada -respondió Becker apurado.
Dieter asintió procurando no perder los estribos. Era lo que cabía esperar. Se acercó a la mujer.
-Genevieve, escúcheme -le dijo en francés. Ella no dio signos de haberlo oído-. ¿Le gustaría descansar? -insistió Dieter.
No hubo respuesta.
Dio media vuelta. El oficial-carcelero lo miraba desde el umbral con expresión desafiante.
-Tenías instrucciones expresas de dejar en mis manos los interrogatorios -le dijo Dieter con fría cólera.
-Nos ordenaron que te permitiéramos hablar con ellos -replicó el carcelero con burlona suficiencia-. Pero nadie nos ha prohibido que los interrogáramos.
El carcelero paseo sus dedos por la solapa de su pistolera. Pertenecia a la Schutzpolizei, cuerpo de policia encargado de mantener el orden en las ciudades y pueblos, cuyas tareas, a veces, rivalizaban con la Gestapo a la que pertenecia Dieter.
-¿Y estás satisfecho de los resultados? -el carcelero no respondió.
-¿Y los otros dos? -preguntó Dieter.
-Todavía no los hemos interrogado.
-Demos gracias a Dios -dijo Dieter, que, no obstante, estaba consternado.
-Quiero verlos.
El carcelero hizo un gesto a Becker, que dejó la porra y abrió la marcha. A la brillante luz del pasillo, Dieter pudo ver las salpicaduras de sangre en el uniforme del sargento. Becker se detuvo ante una puerta con mirilla. Dieter se acercó y miró al interior.
La celda era un cubículo sin más mobiliario que un cubo arrimado a una pared. Sentados en el suelo de tierra, los dos hombres miraban al vacío sin decir palabra. Dieter los
observó detenidamente. Los recordaba de su encuentro anterior. El viejo, el sargento Presi, había sido capturado en un campo cercano intentando instalar unas radiobalizas. Se retorcia por el dolor de sus heridas. El otro, que debía de tener unos veintipocos, se llamaba Vencini. No parecía herido, pero, Dieter se dijo que tal vez hubiera sufrido una conmoción al tocar el suelo.
Dieter siguió observándolos y tomándose tiempo para pensar. No podía fallar. No podía desperdiciar otro prisionero: aquellos dos eran todo lo que tenía. El chico parecía más
asustado, pero aguantaría mejor el dolor. El otro era demasiado viejo y estaba demasiado malherido para soportar una auténtica sesión de tortura -podía morir antes que flaquear-, pero tendría el corazón blando. Dieter empezaba a vislumbrar la estrategia con más probabilidades de éxito.
Cerró la mirilla y volvió a la sala de entrevistas. Becker, que le seguía los pasos, volvió a recordarle a un perro estúpido pero peligroso.
-Sargento Becker -le dijo-, desate a la mujer y llévela a la celda con los otros dos.
-¿Una mujer en la celda de los hombres? -se asombró el carcelero.
Dieter lo miró con incredulidad.
-¿Crees que se sentirá humillada?
Becker entró en la cámara de tortura y volvió a aparecer llevando a cuestas el cuerpo martirizado de Genevieve.
-Asegúrese de que el sargento le echa un buen vistazo. Luego, tráigalo aquí.
Becker se alejó por el pasillo.
Dieter decidió librarse del carcelero, pero sabía que si se lo ordenaba, se resistiría, de modo que hizo justo lo contrario:
-Opino que deberías quedarte a presenciar el interrogatorio. Podrías aprender mucho de mi técnica.
El carcelero reaccionó como esperaba Dieter.
-Lo dudo mucho -replicó-. Becker me mantendrá informado.
Dieter fingió indignarse, y el carcelero dio media vuelta y se marchó. Dieter se encogió de hombros.
-A veces es tan fácil que no tiene gracia -pensó para sus adentros.
Becker regresó con Presi. El anciano estaba pálido. Saltaba a la vista que el estado en que había quedado Genevieve lo había conmocionado profundamente.
-Siéntese, por favor -le dijo Dieter en alemán-. ¿Quiere un cigarrillo?
Presi lo miró alelado. Dieter acababa de averiguar que el prisionero no entendía alemán, un dato que convenía tener en cuenta.
Le indicó una silla y le ofreció cigarrillos y cerillas.

Presi cogió un cigarrillo y lo encendió con manos temblorosas.
Algunos prisioneros se desmoronaban en ese momento, antes de que empezaran a torturarlos, de puro miedo a lo que les ocurriría. Dieter esperaba que fuera el caso. Le había mostrado las alternativas: por un lado, el cuerpo martirizado de Genevieve; por el otro, cigarrillos y amabilidad.
A partir de ese momento, se dirigió al prisionero en inglés, empleando un tono amistoso:
-Voy a hacerle algunas preguntas.