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En el buque de desembarco que transportaba los comandos de lord Lovat de la 1.a Brigada de Servicio Especial, su gaitero personal, Bill Millin, de los Cameron Highlanders, estaba en la proa con su guerrera de batalla y su kilt, tocando
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El sonido se transmitió a través del agua y los tripulantes de los demás navios empezaron a cantar al son. Los capitanes de varios buques tuvieron la misma idea. Dos destructores de clase Hunt se pusieron a tocar A-hunting We Will Go por los altavoces,
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y los destructores de la Francia Libre respondieron con la Marsellesa. Sus tripulantes brincaban por la cubierta, saludando llenos de alegría ante la perspectiva de volver a Francia después de cuatro años.
Los sentimientos de los ciento treinta y mil soldados que se acercaban por mar a la costa francesa aquella noche eran muy variados.
Por una parte, “...entusiasmo por el hecho de formar parte de tan gran empresa, y de inquietud por el temor a no responder a las expectativas y no cumplir con lo que se esperaba de nosotros». Parece que ese miedo al fracaso era especialmente intenso entre los subalternos más jóvenes y poco curtidos. Un veterano se acercó al oficial y le dijo:
—¡No se preocupe, señor! Nosotros lo cuidaremos.
Pero el oficial sabía que en realidad «muchos de ellos estaban ya hartos de la guerra». Su propio regimiento había combatido durante toda la campaña del desierto, y la tensión se dejaba sentir en él. Agazapado en la mente de muchos británicos y canadienses estaba además el temor de que toda la operación resultara un fracaso sangriento, como el ataque contra Dieppe llevado a cabo dos años antes. Muchos se preguntaban si lograrían volver. Algunos, justo antes de zarpar, habían cogido un guijarro de la playa «como último recuerdo» de su tierra natal.
Ya queda menos.