No deja de resultar sorprendente que un actor británico que detestaba cordialmente a los niños optase para su debut en la dirección por la adaptación de un texto profundamente americano y con protagonistas infantiles. Es algo extraño, pero toda la película lo es realmente. The night of the hunter es una obra insólita dentro de los convencionales cánones de producción del Hollywood de los años cincuenta, que mostraba una cierta preferencia por los grandes presupuestos y el delirio kitsch del cine de tetas y togas.
The night of the hunter es, para empezar, una excelente novela de Davis Grubb que inexplicablemente no se editó en España hasta hace apenas un par de años. La novela contiene realmente todas las buenas ideas que aparecen en la película, en la que permanecen frases intactas, lo cual debemos achacarlo al talento del hombre encargado de la adpatación, James Agee, él mismo un soberbio novelista. Dudo mucho que siga en catálogo Una muerte en la familia, libro por el que obtuvo póstumamente en 1957 el Premio Pulitzer y que retrata con prodigiosa minuciosidad a una familia sacudida por la muerte del padre en accidente. Quien tenga la posibilidad de leer esa estupenda novela se dará cuenta de que él era la persona adecuada para traspasar al lenguaje del cine la prosa emocionada de Davis Grubb.
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La película tiene una fuerte carga alegórica y alude de forma directa o metafórica a múltiples pasajes de la Biblia, pero al mismo tiempo por ella pasea el espíritu de Charles Dickens y de toda la narrativa victoriana, con un exquisito toque de elegancia gótica. The night of the hunter es el mejor acercamiento que desde el cine se ha hecho al universo infantil; no deja de ser una revisitación de los mitos más clásicos, con ogros malvados y hadas benéficas, a los que se les ha dado una perversa vuelta de tuerca. De fondo, el paisaje de la América profunda, desangrada por la crisis del 29, con la estampa demoledora de los niños pidiendo de comer a la puerta de las casas. Como si mezclásemos la picaresca bucólica de Mark Twain con el discurso incendiario de John Steinbeck.
Las referencias se multiplican en el plano visual. Pocas películas en la historia se han ocupado con tanto detalle y de forma tan intencionada de crear una imaginería que deja al espectador conmocionado en su butaca. La clave está sin duda en que The night of the hunter fusiona a placer elementos estéticos y puramente emocionales, jugando con nuestros sentimientos más primarios como sólo pasaba en las mejores obras de Frank Capra. Es muy representativa de esa tendencia toda la secuencia del río, llena de fuertes imágenes simbólicas. Los niños huyen del predicador encarnado por Robert Mitchum, que evoca en sus exagerados movimientos al mismísimo monstruo de Frankenstein; esa persecución tiene un ritmo vivísimo, pero en el momento en que los niños alcanzan el río el tempo se ralentiza y se alcanzan instantes de absoluta paz, reforzados por la voz que entona una canción infantil. A lo largo de ese deslumbrante paseo en barca iremos viendo en primeros planos ranas, tortugas, liebres o búhos, que convierten cada plano en una imagen de un libro infantil, en el punto intermedio entre la inocencia y la perversidad. Cuando finalmente llegan hasta una casa en la orilla en la que una madre canta una nana para su hijo la emoción se desborda definitivamente. La casa es una simple forma recortada, y en ella no vemos más que la sombra de una jaula que contiene un pájaro. Confieso mi absoluta incapacidad para ver ese momento sin llorar.
The night of the hunter juega constantemente con la idea de un enfrentamiento entre el mal absoluto y la sufrida bondad. Robert Mitchum es la encarnación física de la perversidad, sin ninguna clase de matices, pero la poderosa presencia del genial actor, que disfrutó de lo lindo con su personaje, hace de él un ser maliciosamente atractivo. Enfrente está Lillian Gish, figura maternal a la que es imposible resistirse; es un árbol firme con ramas para muchos pájaros, bondadosa y con inacabable capacidad de entrega. El personaje de Shelley Winters, por el contrario, carece de voluntad y en ello radica su perdición. El plano de su asesinato es hermoso, geométrico y abstracto, aunque sin discusión es preferible la bellísima imagen de su cuerpo en el coche bajo el río, con los cabellos mecidos por las aguas, quizá el momento estéticamente más deslumbrante de todo el metraje. Nada de esto resultaría sin el excepcional trabajo fotográfico de Stanley Cortez, que arranca al blanco y negro todas sus posibilidades.
Es fundamental en esta película la banda sonora, repleta de cantos infantiles y religiosos, que añaden poder alegórico a la cinta. La música de Walter Schumann es evocadora y potente, y subraya con exquisitez los momentos más emotivos. No puedo olvidar a los dos niños protagonistas, Billy Chapin y Sally Jean Bruce, de cuya actuación se ocupó especialmente Robert Mitchum dada la escasa capacidad manifestada a ese respecto por el director. Transmiten a la perfección todas las emociones, casi siempre interiorizadas, de sus personajes.
Poco más queda por decir. Sólo me resta reconocer que esta es la película que yo prefiero entre todas cuantas se han rodado. Eso, y rendirme una vez más a su escena final, con ese monólogo memorable de Lillian Gish mirando a cámara mientras prepara la comida y reparte los regalos de Navidad.