Bueno, ya los he leído, caballeros. Ahora le toca al viejo canalla...
He visto cosas que no creeríais...
He visto encamisadas en los helados páramos flamencos del siglo XVII en las que se la jugaban cuatro bravos para inutilizar la artillería del hereje. Y zapa y mina de fortines en los asedios de la eterna joya, la Breda de las peores pesadillas imperiales, en toda su crudeza de caponeras inhumanas, cuidada la escena al mínimo detalle en la impedimenta, y en la impostura del soldado viejo español, y en la premura por salvar al compañero de pulmones atiborrados de azufre entre el lodo, el barrizal y los ojos rojos como puños, en las entrañas de las siempre terribles trincheras de aquel y de todos los campos de batalla.
He visto allí retratado, como nunca lo viera en pantalla alguna, a ese hombre hastiado de la paga magra o inexistente, del botín siempre pospuesto por la ladina actitud del flamenco, del alemán luterano, o del calvinista retorcido, que siempre se rendían cobardemente para evitar tan preciada soldada mercenaria después de haber llevado a la penuria al estóico soldado, antes hidalgo en el trato, que salvaje en la guerra, por mucho orangista que haya querido reescribir nuestra Historia y el peso de nuestra huella en Europa (porque aquí no hemos tenido los cojones de hacerlo hasta hace bien poco, permitiendo que fuera el hereje del norte o su primo, el francés avezado y el séquito de tanto cardenal infame, quien lo hiciera y desde su particular punto de vista).
He visto con estos, mis ojos, al Madrid viejo de aquel siglo enorme y silenciado por la más oscura de las ignorancias, las del miedo a glosar los grandes tiempos de un país de mingrafias y arribistas. Deambulé por la Sevilla indiana y, de regreso a aquel Madrid de vericuetos y penuria, de sombras de Inquisición y de cuchillas y degüello ligero por un voto a lo que se terciara, he paseado de la mano del mismísimo Quevedo cojeando por callejas y covachuelas (impagable el retrato del maestro Echanove). Tanto como el del rey inútil, que poco o nada habla, pero que se ha caído de un perfecto cuadro de Velazquez. Y, sobre todo, el de un incomparable Camara, sorprendente, palabra, metido tras las barbas del válido de aquel patán con corona del cuarto de los Felipes. ¿Quien me hubiera dicho que tan acertadamente llevaría desde su gloria a su caída este estupendo actor que encarna al Conde Duque, tirano o maestro de las riendas, al que la Historia comienza a dar por fin una segunda lectura más sosegada y coherente con la época y la épica que le tocó vivir?
Y de la mano el corazón encogido me han llevado las historias de amor trágico, imposible, entre las buenas gentes que nos han legado esa historia de claroscuros, y las mujeres que los amaron o que, más bien, se dejaron amar por ellos: actrices y meretrices, amas de llave, de alma y de estoque. Dueñas todas ellas de corazones erráticos de hombres perdidos por ese gesto que a todos nos lleva al más dulce de los infiernos en más de una ocasión: la sonrisa esquiva de una belleza que nos nubla la razón, o el desdén de esa misma sonrisa al pasar de su carruaje, o en el palco del viejo teatro del pueblo, o en el momento de servir la que puede ser la última hogaza y el último trago, al que va a morir porque así se lo dicta la aparentemente estúpida esencia de algo llamado honor, eso que se cruza entre las gentes sencillas y humildes y que ya sólo eso tienen como propiedad final.
Mención en punto y aparte, de nuevo memorable (me importa los peajes que hayan tenido que pagar los/las que han llevado a buen puerto este proyecto impagable, de veras, para nuestra Historia, la de las mayúsculas) de la mujer que se sabe envejecer sin la protección del hombre en una época en la que el hecho de serlo ya era, de por sí, todo un canto al heroismo. Una más, una de tantas mujeres, que sucumbe y sucumbirá a su particular y lúgubre covacha del hospital de sifilíticas en el cual, al fondo, se adivinan esas otras compañeras de tristeza y final, tejiendo en su silencio solemne la bandera del próximo tercio que guerreará para mayor gloria de los siempre responsables finales de esa sífilis, de aquel abandono, de ese exilio de lepra olvidada: esos reyes y otros anexos nobiliarios o clericales que siempre se pasaron por la piedra a las humildes gentes que tejen y mueren, una y mil veces, muriendo y tejiendo, tejiendo y muriendo, las mortajas de esos mantos destinados en forma de bandera a aquellos que pronto emprenderán su particular cruce del último río, para mayor gloria, precisamente, de esos mamarrachos que siempre guiaron a nuestro pueblo: el estandarte de un tercio.
Pero lo que raya lo sublime (y es lo que más criticado he visto) ha sido ese momento final, esa batalla a golpe de solemne saeta que, para aquellos que no han profundizado en la época y que además desconocen lo que debe de ser el trago de ver que sólo te queda la dignidad frente al que va a hundirte en la última miseria, la de morir en el campo, no han comprendido en su más mínimo detalle que los tercios españoles no actuaban como las jodidas hordas de orcos que perseguian los que pensaban leer/ver a Tolkien en una producción con billetes del cine español. Aquello, un tercio, español o europeo (remedo del primero) eran 1500 hijo putas con un par de cojones - acepción castiza donde las haya, ambas, la de las partes en juego, y la de la que recuerda a la madre para decir que ya andaban curtidos los buenos mozos; no sea que se me soliviante el gremio por sentirse aludido y/o aludida y/o aludide - y que no serían ya más de 400 al caer ese mediodía, pues ya pasaban unas horas de recibir la tralla del cabrón del francés de turno a solanas. Pero, sobre todo, porque italianos y demás que los acompañaban se dieron el piro cuando se vieron a los mosqueteros venirseles encima con las corazas brillantes. REitero; brillantes y mucho las armaduras de los del infame cardenal Richelieu (sí, el de las películas de hollywood y el del que nos la clavó, como tantos otros, por donde amargan los pepinos), pero brillantes, brillantes, brillantes. Inmaculadas ellas y con poca mella y/o rasguño, sobre todo porque ya habían dejado que flamencos, ingleses y demás herejes europeos se la estuvieran clavando torcida durante un par de siglos largos a esa misma amalgama de españoles de pura cepa. Oh, sí, pura cepa, sobre todo, porque aún no había nacido el que hablara de independizar su rellano de escalera allá por la piel de toro... aunque todo se andaría, que para eso se la pintan calva.
Y que se yo: la gente critica al maestre por ir en palanquín (y dicen que si es el de los hombres de Paco... claro, y De Niro es el jilipollas fascistoide de Los Padres del Novio y es el cabronazo de Taxi Driver), quizá porque desconocen que así acudían al centro de su formación aquellos que aún heridos hasta en la higada o impedidos por la gota (enfermedad de los gentiles y demás caterva) o el sifilazo de rigor, tenían los solemnes cojones de plantarse allí a dirigir y enardecer o morir con su tropa, tal cual hizo el menda allá, en la chorrada de Rocroi, que fue la primera perdida, pero no la última. O que aquello era un secarral; quizá porque querían ver a Alatriste o a su primo bajarse los jubones y enseñar el culo pensando que andaban por Escocia, o por la Tierra Media... o por que si plantas un secarral, aunque allá por Rocroi estuvieran en flor las hierbas medicinales y los girasoles, quizá consigues que la sensación de soledad y orgullo de aquellos hombres todavía quedaba más remarcada en la tremenda enredada de picas y la memorable desjarretada de esos chicos, coseleros ellos, cortando los tendones de los franceses enredados contra sus compañeros, la polvareda, los muchachos corriendo navaja en mano a cuatro patas, corta, clava y sal corriendo... para que algunos recuerden que la guerra, cuando es guerra, es mierda, y polvareda, y sangre, y o que tu tajas primero y/o te tajan a tí, y aquí paz (poca) y allá la gloria de todos sus muertos.
Y sí, porqué no; vi sonreir a la gente cuando el capitán que negocia, o el bueno del labriego metido a desjarretador, o el mismo Alatriste, se encogen de hombros y dicen: psssse, estás hablando con un tercio español. Pero era un sonrisa amarga, casi nerviosa, la de la gente madura que me rodeaba en la sala, pues todos sabemos (unos más en el fondo que otros) que el mejor de los humores es aquel que es capaz de arrancarnos la sonrisa en la peor de las situaciones: en el caso que nos ocupa; el humor amargo del que asume el papel que le toca cuando los mierdas y los que no suelen mojarse han salido pitando, y te toca a tí defenderles la casa, la familia, y lo que mágramente cubra algún día la paga prometida que nunca llegará.
Así que la crítica que leo - tan crítica y tan española ella: del no hacer nunca pero largar del que tiene los cojones de hacerlo - en vez de ensalzar el producto patrio y dejarse de buscarle las tres vueltas a las pernadas pagadas por el que ha aflojado la pasta de dicho producto (que haberlas, hailas, claro, que para eso es producto patrio), digo y retomo, que las críticas leídas y oídas me las paso todas ellas por la frase memorable del alguacil madrileño y azuzado por la amenaza, tan española también, de ser acusado de cornudo: "¿Por qué siempre nos acabamos matando entre nosotros?"
Cerrando bandera pues, saeta y resultado épicos: salir de un cine diciendo: ¡Por fin he visto algo así en el cine español! Sí, todo esto lo he visto, orgulloso, reconociendo que han sabido recordarnos que nuestros primos lejanos y ancestros varios tuvieron un pasado memorable y, por primera vez, propio... y lo he visto Made in Spain en cine Made in Spain que espero que pasee bien lejos la etiqueta Made in Spain (ya irán a hacerse las fotos los de siempre, según vean por donde sopla... aunque, como siempre, les deseo que les sople en plenos morros).
Sea pues; espero, aprovechando el arranque inicial y plagiado, que todas estas perlas no se pierdan como lágrimas derramadas por la lluvia.
Suyo, siempre afectísimo
El tío Markus Waldstein