

Había tres miembros del tribunal, el coronel hinchado de imponente bigote, el teniente Scheisskopf y el comandante Metcalf, que intentaban adoptar una expresión pétrea. Como miembro del tribunal, el teniente Scheisskopf era uno de los jueces que sopesaría las circunstancias del caso contra Clevinger que presentaría el fiscal. El teniente Scheiskopf también era el fiscal. Clevinger contaba con un oficial para que lo defendiera. El oficial que iba a defenderlo era el teniente Scheiskopf.
Todo le resultaba muy confuso a Clevinger, que se echó a temblar de puro terror cuando el coronel se alzó como un eructo gigantesco y lo amenazó con hacer pedazos su repugnante y cobarde persona. Un día había tropezado cuando se dirigía a clase; al día siguiente lo acusaron formalmente de "romper la formación, agresión criminal, conducta indecente, melancolía, alta traición, provocación, ser un sabelotodo, escuchar música clásica, etcétera". La Biblia en pasta, y allí estaba el pobre, muerto de miedo ante el coronel hinchado, quien volvió a rugir que al cabo de sesenta días estaría metido hasta el cuello en la pelea y le preguntó si le gustaría que lo degradasen y lo enviasen a las islas Salomón a enterrar cadáveres. Clevinger contestó cortésmente que no; que era un imbécil que prefería ser un cadáver a tener que enterrarlo. El coronel se sentó, súbitamente tranquilo y hasta cauteloso, zalamero.
-¿A qué se refería al decir que no podíamos castigarlo? -preguntó lentamente.
-¿Cuándo, señor?
-Soy yo quien hace las preguntas. Usted las contesta.
-Sí, señor. Yo...
-¿Acaso cree que lo hemos traído aquí para que usted haga las preguntas y yo las conteste?
-No, señor. Yo...
-¿Para qué lo hemos trañido aquí?
-Para contestar a las preguntas que me hagan.
-¡Tiene usted toda la razón! -bramó el coronel-. Entonces, ¿qué le parecería si empezara a contestar algunas antes de que le rompa la crisma? ¿A qué demonios se refería, hijo de puta, cuando dijo que no podíamos castigarlo?
-No creo haber hecho semejante comentario, señor.
-¿Puede hablar más alto, por favor? No le oigo.
-Sí, señor. Yo...
-¿Puede hablar más alto, por favor? No le oye.
-Sí, señor. Yo...
-Metcalf.
-¿Sí, señor?
-¿No le he dicho que cierre la boca?
-Sí, señor.
-Entonces, cierre la boca cuando le digo que la cierre. ¿Entendido? ¿Puede hablar más alto, por favor? No le oigo.
-Sí, señor. Yo...
-Metcalf, ¿tengo el pie encima del suyo?
-No, señor. Debe de ser el pie del teniente Scheisskopf.
-No es mi pie -intervino el teniente Scheisskopf.
-Entonces será el mío -admitió el comandante Metcalf.
-Quítelo.
-Sí, señor. Pero primero tendrá que retirar el suyo, mi coronel. Está encima del mío.
-¿Me está diciendo que quite el pie?
-No, señor. Claro que no.
-Entonces, quite el pie y cierre la boca. ¿Puede hablar más alto, por favor? No le oigo.
-Sí, señor. Decía que yo no he dicho que no pudieran castigarme.
-¿De qué diables está hablando?
-Estoy contestando a su pregunta, señor.
-¿A qué pregunta?
-"¿A qué demonios se refería, hijo de puta, cuando dijo que no podíamos castigarlo?" -respondió el cabo que sabía taquigrafía, leyendo el cuaderno de notas.
-Muy bien -dijo el coronel-. ¿A qué demonios se refería?
-Yo no dije que no pudieran castigarme, señor.
-¿Cuándo? -preguntó el coronel.
-¿Cuándo qué, señor?
-Otra vez me está haciendo preguntas.
-Lo siento, señor. Me temo que no entiendo su pregunta.
-¿Cuándo no dijo que no podíamos castigarlo? ¿No entiende mi pregunta?
-No, señor. No la entiendo.
-Acaba de decírnoslo. ¿Qué le parece si me contesta?
-Pero ¿cómo puedo contestar?
-Me está haciendo otra pregunta.
-Lo siento, señor, pero no sé cómo contestar. Nunca he dicho que no pudieran castigarme.
-Me está diciendo cuándo lo dijo. Yo le pregunto que cuándo no lo dijo.
Clevinger aspiró una profunda bocanada de aire.
-Siempre no he dicho que no pudieran castigarme.
-Eso está mejor, señor Clevinger, aunque es una mentira descarada. Anoche en las letrinas, ¿no le dijo en voz baja que no podíamos castigarlo a ese otro cerdo hijo de puta que nos cae fatal? ¿Cómo se llama?
-Yossarian, señor -respondió el teniente Scheisskopf.
-Pues Yossarian. Eso es. Yossarian. ¿Yossarian? ¿Se llama así? ¿Yossarian? ¿Qué nombre es ése?
El teniente Scheisskopf tenía todos los datos a mano.
-Se llama Yossarian, señor -explicó.
-Sí, supongo que así será. ¿No le dijo en voz baja a Yossarian que no podíamos castigarlo?
-No, no, señor. Le dije en voz baja que no podían declararme culpable.
-Seré estúpido -le interrumpió el coronel-, pero la diferencia se me escapa. Sí, supongo que soy muy estúpido, porque la diferencia se me escapa.
-Nos...
-Es usted un mamón hijo de puta, ¿verdad? Nadie le ha pedido aclaraciones y usted me las está dando. Yo estaba afirmando un hecho, no pidiendo aclaraciones. Es usted un mamón hijo de puta, ¿verdad?
-No, señor.
-¿No, señor? ¿Me está llamando embustero?
-No, no, señor.
-¡Maldita sea! ¿Qué quiere, pelearse conmigo? En menos que canta un gallo podría saltar sobre esta mesa y hacer pedazos y repugnante y cobarde persona.
-¡Adelante, hágalo! -gritó el comandante Metcalf.
-Metcalf, es usted un cerdo y un hijo de puta. ¿No le tengo dicho que cierre esa asquerosa boca que Dios le ha dado?
-Sí, señor. Lo siento, señor.
-Pues hágalo.
-Sólo intentaba aprender, señor. La única forma de aprender es intentarlo.
-¿Eso quién lo dice?
-Todo el mundo, señor. Incluso el teniente Scheisskopf.
-¿Usted dice eso?
-Sí, señor -respondió el teniente Scheisskopf-. Pero lo dice todo el mundo.
-Bueno, Metcalf, intente mantener la boca cerrada y quizás así aprenderá a hacerlo. ¿Por dónde íbamos? Vuelva a leerme lo último.
-"Vuelva a leerme lo último" -leyó el cabo que sabía taquigrafía.
-¡No lo último, imbécil! -gritó el coronel-. Lo otro.
-"Vuelva a leerme lo último" -insistió el cabo.
-¡Eso es lo último que he dicho yo! -vociferó el coronel, rojo de ira.
-No señor -le corrigió el cabo-. Eso es lo último que he dicho yo. Acabo de leérselo hace un momento. ¿No lo recuerda, señor? Hace justo un momento.
-¡Oh, Dios mío! Léame lo último que ha dicho él, imbécil. Dígame, ¿cómo demonios se llama usted?
-Popinjay, señor.
-Muy bien, usted es el siguiente de la lista. En cuanto acabe este juicio, empezará el suyo. ¿Entendido?
-Sí, señor. ¿De qué se me va a acusar?
-¿Y eso qué tiene que ver? ¿Han oído lo que me ha preguntado? Se va a enterar, Popinjay. En cuanto acabemos con Clevinger, se va a enterar. Cadete Clevinger, ¿qué le...? Usted es el cadete Clevinger, ¿no?, y no Popinjay...
-Sí, señor.
-Bien, ¿qué le...?
-Popinjay soy yo, señor.
-Popinjay, ¿es su padre millonario o senador?
-No, señor.
-Entonces, Popinjay, va usted de culo y cuesta arriba. Tampoco es general ni alto funcionario, ¿verdad?
-No, señor.
-Me alegro. ¿A qué se dedica su padre?
-Está muerto, señor.
-Me alegro mucho. En serio, va usted de culo y cuesta arriba, Popinjay. ¿De verdad se llama usted Popinjay? ¿Qué clase de apellido es ése? No me gusta.
-Es el apellido de Popinjay, señor -explicó el teniente Scheisskopf.
-Pues no me gusta, Popinjay, y estoy deseando hacer pedazos su repugnante y cobarde persona. Cadete Clevinger, ¿sería usted tan amable de repetir lo que le dijo o no le dijo en voz baja a Yossarian ayer por la noche en las letrinas?
-Sí, señor. Le dije que no podían declararme culpable...
-Continuaremos a partir de ahí. ¿A qué se refería exactamente, cadete Clevinger, cuando dijo que no podíamos declararlo culpable?
-Yo no dije que no pudieran declararme culpable, señor.
-¿Cuándo?
-¿Cuándo qué, señor?
-Maldita sea, es que va a empezar a tomarme el pelo otra vez?
-No, señor. Lo siento, señor.
-Entonces conteste a la pregunta. ¿Cuándo no dijo usted que no podíamos declararlo culpable?
-Anoche, en las letrinas, señor.
-¿Es ésa la única vez que no lo dijo?
-No, señor. Yo siempre no he dicho que no podían declararme culpable, señor. Lo que le dije a Yossarian fue que...
-Nadie le ha preguntado qué le dijo a Yossarian. Le hemos preguntado qué no le dijo. No nos interesa lo más mínimo lo que le dijo a Yossarian, ¿queda claro?
-Sí, señor.
-Entonces, prosigamos. ¿Qué le dijo a Yossarian?
-Le dije que no podían declararme culpable del delito del que se me acusa sin dejar de ser fiel a la causa de...
-¿De qué? Está balbuceando.
-No balbucee.
-Sí, señor.
-Y balbucee "señor" cuando balbucee.
-¡Metcalf, hijo de puta!
-Sí, señor -balbuceó Clevinger-. De la justicia, señor. Que no podían declararme...
-¿La justicia? -el coronel estaba atónito-. ¿Qué es la justicia?
-La justicia, señor...
-Eso no es justicia -se mofó el coronel, y se puso a golpear de nevuo la mesa con su mano gorda y regordeta-. Eso es Karl Marx. Voy a decirle qué es la justicia. Es una patada en el estómago cuando estás caído en el suelo, una puñalada trapera en medio de la oscuridad, un tiro a traición en el pañol de un buque de guerra. El garrote vil. Eso es la justicia cuando tenemos que prepararnos y endurecernos para la lucha. ¿Entendido?
-No, señor.
-¡Basta de señores!
-Sí, señor.
-Y diga "señor" cuando no lo diga -le ordenó el comandante Metcalf.
Clevinger fue declarado culpable, por supuesto, pues en otro caso no lo habrían acusado, y como la única forma de demostrarlo consistía en declararlo culpable, era su deber patriótico hacerlo. Le condenaron a realizar cincuenta y siete paseos de castigo. A Popinjay lo encerraron para darle una lección, y al comandante Metcalf lo trasladaron a las islas Salomón a enterrar cadáveres. El castigo de Clevinger consistía en pasar cincuenta minutos todos los fines de semana paseando por delante del edificio del capitán preboste con un fusil descargado que pesaba una tonelada