
En primer lugar, mi enhorabuena a los seguidores "bleus" y en segundo, dejad que disfrute de otra Guinness que son muchos años esperando este momento.
Bueno este verderol, muy bueno.Cowboy escribió:Bueno como estamos en jornada de descanso en el VI naciones, me he visto el partido Irlanda-Inglaterra, por cierto bastante malo, pero como mínimo he descubierto lo nunca visto existen primeras que son capaces de pensar por si mismos y corren, placan y apoyan a la línia, de verdad que nunca creí que mis ojos pudieran ver tal hazaña:
http://www.youtube.com/watch?v=NOPBwC0ZITs
En mis tiempos (allá por el cuarternario), al que hacía eso (y la marca de los tacos no engaña) , a la primera oportunidad se le pasaba el balon y dejaba solito con la delantera contaria... y ¡pelillos a la mar!Cowboy escribió:Aunque como siempre la cabra acaba tirando al monte:
http://www.youtube.com/watch?v=teqizuet-ck
saludos
Justin [Gen]aro MacDuro escribió:http://longitudlatitud.wordpress.com/
A veces sueño que juego al rugby otra vez, como antes de que el rugby me abandonase. No hago la jugada de mi vida, no consigo un ensayo imposible, no placo a Jonah Lomu. Simplemente, juego al rugby. Me veo en la línea de touche dando un paso hacia fuera para ver a mi talonador o con la rodilla en el suelo con el segunda línea a mi derecha, la cabeza apoyada en la cadera enorme de mi pilier izquierdo y los tacos clavándose en el suelo mientras nuestros ochocientos kilos chocan contra los suyos y el balón entra en el pasillo. El ocho levanta el balón por el lado cerrado, me adelanta, su flanker le para, llego para limpiar el ruck, nuestro medio de melé llega, levanta otra vez el balón y volvemos a empezar. El suelo está pesado, las camisetas de algodón de las de antes se cargan de agua y pesan un quintal, los pantalones blancos ya están cubiertos de barro, hace frío, echamos vapor como locomotoras viejas y el balón resbala como un atún recién pescado. El rugby. La vida.
Llegar al campo, por la mañana temprano, en invierno. Cambiarse en el vestuario. Las vendas en los dedos o en los tobillos, ayudar a la primera línea a vendarse la frente para sujetar las orejas, cerrar la venda con dos vueltas de cinta adhesiva negra, el olor a réflex. El ruido de los tacos sobre el cemento en el pasillo que nos lleva al campo, el cambio de resistencia del suelo al llegar a la hierba alta y húmeda. Correr todos juntos, despacio, entre la niebla, mirando de reojo a los del otro equipo que corren todos juntos al otro lado del campo. Sentir que parecen enormes, mucho más grandes que nosotros, más pesados, más fuertes. Sentir que todos juntos somos mucho más que la suma de cada uno de nosotros. Siempre hay alguien que dice algo, alguien que comenta la salida de la noche anterior, el último partido contra esos mismos tipos de enfrente, hay alguna risa, alguien da ánimos, alguien tose. Hay quien no dice nada nunca, o casi nunca. Yo soy de esos. Corro en medio de mis compañeros, no digo nada, soy uno de quince, dependo de mi equipo y mi equipo depende de mí. El rugby. La vida.
Cuando termina el calentamiento nos reunimos en círculo en torno al capitán. Nos abrazamos unos a otros, giramos el cuello, soltamos las piernas. Somos un equipo, dice. Podemos ganar, o nos pueden ganar ellos, pero no es lo mismo perder que nos ganen, dice. Si ganamos, no bajamos los brazos y seguimos hasta el final porque es importante tratar al rival con respeto. Si nos ganan, no bajamos los brazos y seguimos hasta el final porque es importante ganarse el respeto del rival y es importante poder mirarse al espejo en el vestuario. Somos un equipo, dice. No somos nadie sin el equipo, el equipo no es nada sin cada uno de nosotros. Cada uno hace lo que debe hacer y nadie hace menos de lo que debe. Nadie se arruga, nadie se esconde. Cada uno cumple con su función. Si alguien flaquea, el equipo le levanta. Si el equipo flaquea, nosotros lo levantamos. Cuidamos los unos de los otros. Si alguien no hace lo correcto, nos aseguramos de que lo haga antes de que el árbitro le sancione o los contrarios le hagan daño. Cada uno cuida de sí mismo, pero si alguien no se cuida lo suficiente, los demás cuidamos de él. Si alguien duda, le apoyamos. Si alguien se cae, lo levantamos. Permanecemos juntos, no dejamos que nadie se sienta solo, que nadie se vea solo en el campo nunca. Somos un equipo y no abandonamos a nadie aquí fuera. El rugby. La vida.
Cuando volvemos a salir al campo desde el vestuario lo hacemos corriendo detrás del capitán. Abandonamos el calor de vestuario por el frío de la intemperie y una vez que se cruza la puerta ya no hay vuelta atrás, ya sólo se puede volver pasando a través del partido, ya sólo se puede volver a la comodidad atravesando los ochenta minutos, una vida entera.
Cuando sueño, no marco ensayos imposibles ni hago placajes rompehuesos. Simplemente, juego. Escucho el pitido del árbitro, sigo con la mirada el balón que vuela, corro, choco, me levanto, vuelvo a chocar. Revivo con toda exactitud el ruido de los impactos, las respiraciones de los jugadores en la melé, el tacto de las camisetas en las manos, el balón, el peso de la gente sobre ti cuando se derrumba el maul. Revivo la decepción del balón que se cae hacia delante, la amargura del placaje fallado, la emoción de ganar metros, paso a paso, la austera alegría del ensayo, la íntima exaltación del placaje que acaba con tu rival en el suelo. Si flaqueo, el equipo me levanta. Si no me cuido, el equipo cuida de mí. Hago todo lo que debo, hago todo lo que puedo, y cuando ya no puedo más percuto por última vez para ganar el último metro, placo por última vez para defender el último metro. Si el equipo flaquea, lo sostengo. Si alguno de mis compañeros no se cuida, le cuido yo. No dejo a nadie solo, nadie me deja solo. No bajo los brazos con condescendencia si gano, no bajo los brazos con autocompasión si pierdo. El rugby. La vida.
Cualquiera que haya jugado al rugby y haya puesto el corazón en ello, aunque sea durante cinco minutos, es jugador de rugby para toda su vida. Y cuando me muera, espero haber merecido ir al paraíso de los jugadores de rugby. Viento, lluvia, hierba alta, y ver al otro lado de la melé a John Jeffreys y a Michael Jones con mi misma camiseta. Si me atreviese a rezar a San William Webb Ellis para que el Paraíso fuese completo, ya puestos a soñar, le pediría que cuando Gareth Edwards levante el balón de la melé quien lo reciba sea Barry John. Entonces cualquier cosa podrá ocurrir.
Y es que, a veces, sueño que vivo otra vez.
Pytor escribió:Justin [Gen]aro MacDuro escribió:http://longitudlatitud.wordpress.com/
A veces sueño que juego al rugby otra vez, como antes de que el rugby me abandonase. No hago la jugada de mi vida, no consigo un ensayo imposible, no placo a Jonah Lomu. Simplemente, juego al rugby. Me veo en la línea de touche dando un paso hacia fuera para ver a mi talonador o con la rodilla en el suelo con el segunda línea a mi derecha, la cabeza apoyada en la cadera enorme de mi pilier izquierdo y los tacos clavándose en el suelo mientras nuestros ochocientos kilos chocan contra los suyos y el balón entra en el pasillo. El ocho levanta el balón por el lado cerrado, me adelanta, su flanker le para, llego para limpiar el ruck, nuestro medio de melé llega, levanta otra vez el balón y volvemos a empezar. El suelo está pesado, las camisetas de algodón de las de antes se cargan de agua y pesan un quintal, los pantalones blancos ya están cubiertos de barro, hace frío, echamos vapor como locomotoras viejas y el balón resbala como un atún recién pescado. El rugby. La vida.
Llegar al campo, por la mañana temprano, en invierno. Cambiarse en el vestuario. Las vendas en los dedos o en los tobillos, ayudar a la primera línea a vendarse la frente para sujetar las orejas, cerrar la venda con dos vueltas de cinta adhesiva negra, el olor a réflex. El ruido de los tacos sobre el cemento en el pasillo que nos lleva al campo, el cambio de resistencia del suelo al llegar a la hierba alta y húmeda. Correr todos juntos, despacio, entre la niebla, mirando de reojo a los del otro equipo que corren todos juntos al otro lado del campo. Sentir que parecen enormes, mucho más grandes que nosotros, más pesados, más fuertes. Sentir que todos juntos somos mucho más que la suma de cada uno de nosotros. Siempre hay alguien que dice algo, alguien que comenta la salida de la noche anterior, el último partido contra esos mismos tipos de enfrente, hay alguna risa, alguien da ánimos, alguien tose. Hay quien no dice nada nunca, o casi nunca. Yo soy de esos. Corro en medio de mis compañeros, no digo nada, soy uno de quince, dependo de mi equipo y mi equipo depende de mí. El rugby. La vida.
Cuando termina el calentamiento nos reunimos en círculo en torno al capitán. Nos abrazamos unos a otros, giramos el cuello, soltamos las piernas. Somos un equipo, dice. Podemos ganar, o nos pueden ganar ellos, pero no es lo mismo perder que nos ganen, dice. Si ganamos, no bajamos los brazos y seguimos hasta el final porque es importante tratar al rival con respeto. Si nos ganan, no bajamos los brazos y seguimos hasta el final porque es importante ganarse el respeto del rival y es importante poder mirarse al espejo en el vestuario. Somos un equipo, dice. No somos nadie sin el equipo, el equipo no es nada sin cada uno de nosotros. Cada uno hace lo que debe hacer y nadie hace menos de lo que debe. Nadie se arruga, nadie se esconde. Cada uno cumple con su función. Si alguien flaquea, el equipo le levanta. Si el equipo flaquea, nosotros lo levantamos. Cuidamos los unos de los otros. Si alguien no hace lo correcto, nos aseguramos de que lo haga antes de que el árbitro le sancione o los contrarios le hagan daño. Cada uno cuida de sí mismo, pero si alguien no se cuida lo suficiente, los demás cuidamos de él. Si alguien duda, le apoyamos. Si alguien se cae, lo levantamos. Permanecemos juntos, no dejamos que nadie se sienta solo, que nadie se vea solo en el campo nunca. Somos un equipo y no abandonamos a nadie aquí fuera. El rugby. La vida.
Cuando volvemos a salir al campo desde el vestuario lo hacemos corriendo detrás del capitán. Abandonamos el calor de vestuario por el frío de la intemperie y una vez que se cruza la puerta ya no hay vuelta atrás, ya sólo se puede volver pasando a través del partido, ya sólo se puede volver a la comodidad atravesando los ochenta minutos, una vida entera.
Cuando sueño, no marco ensayos imposibles ni hago placajes rompehuesos. Simplemente, juego. Escucho el pitido del árbitro, sigo con la mirada el balón que vuela, corro, choco, me levanto, vuelvo a chocar. Revivo con toda exactitud el ruido de los impactos, las respiraciones de los jugadores en la melé, el tacto de las camisetas en las manos, el balón, el peso de la gente sobre ti cuando se derrumba el maul. Revivo la decepción del balón que se cae hacia delante, la amargura del placaje fallado, la emoción de ganar metros, paso a paso, la austera alegría del ensayo, la íntima exaltación del placaje que acaba con tu rival en el suelo. Si flaqueo, el equipo me levanta. Si no me cuido, el equipo cuida de mí. Hago todo lo que debo, hago todo lo que puedo, y cuando ya no puedo más percuto por última vez para ganar el último metro, placo por última vez para defender el último metro. Si el equipo flaquea, lo sostengo. Si alguno de mis compañeros no se cuida, le cuido yo. No dejo a nadie solo, nadie me deja solo. No bajo los brazos con condescendencia si gano, no bajo los brazos con autocompasión si pierdo. El rugby. La vida.
Cualquiera que haya jugado al rugby y haya puesto el corazón en ello, aunque sea durante cinco minutos, es jugador de rugby para toda su vida. Y cuando me muera, espero haber merecido ir al paraíso de los jugadores de rugby. Viento, lluvia, hierba alta, y ver al otro lado de la melé a John Jeffreys y a Michael Jones con mi misma camiseta. Si me atreviese a rezar a San William Webb Ellis para que el Paraíso fuese completo, ya puestos a soñar, le pediría que cuando Gareth Edwards levante el balón de la melé quien lo reciba sea Barry John. Entonces cualquier cosa podrá ocurrir.
Y es que, a veces, sueño que vivo otra vez.
Asombroso relato. Tengo el corazón encogido, nunca he jugado al Rugby, pero tu narración me ha hecho vivirlo en primera persona. Tengo la misma sensación en una cancha de basket, aun revivo los momentos previos al salto inicial,el sentimiento de grupo, la adrenalina fluyendo, los rituales previos.El basket,la vida.
AmenJustin [Gen]aro MacDuro escribió:http://longitudlatitud.wordpress.com/
A veces sueño que juego al rugby otra vez, como antes de que el rugby me abandonase. No hago la jugada de mi vida, no consigo un ensayo imposible, no placo a Jonah Lomu. Simplemente, juego al rugby. Me veo en la línea de touche dando un paso hacia fuera para ver a mi talonador o con la rodilla en el suelo con el segunda línea a mi derecha, la cabeza apoyada en la cadera enorme de mi pilier izquierdo y los tacos clavándose en el suelo mientras nuestros ochocientos kilos chocan contra los suyos y el balón entra en el pasillo. El ocho levanta el balón por el lado cerrado, me adelanta, su flanker le para, llego para limpiar el ruck, nuestro medio de melé llega, levanta otra vez el balón y volvemos a empezar. El suelo está pesado, las camisetas de algodón de las de antes se cargan de agua y pesan un quintal, los pantalones blancos ya están cubiertos de barro, hace frío, echamos vapor como locomotoras viejas y el balón resbala como un atún recién pescado. El rugby. La vida.
Llegar al campo, por la mañana temprano, en invierno. Cambiarse en el vestuario. Las vendas en los dedos o en los tobillos, ayudar a la primera línea a vendarse la frente para sujetar las orejas, cerrar la venda con dos vueltas de cinta adhesiva negra, el olor a réflex. El ruido de los tacos sobre el cemento en el pasillo que nos lleva al campo, el cambio de resistencia del suelo al llegar a la hierba alta y húmeda. Correr todos juntos, despacio, entre la niebla, mirando de reojo a los del otro equipo que corren todos juntos al otro lado del campo. Sentir que parecen enormes, mucho más grandes que nosotros, más pesados, más fuertes. Sentir que todos juntos somos mucho más que la suma de cada uno de nosotros. Siempre hay alguien que dice algo, alguien que comenta la salida de la noche anterior, el último partido contra esos mismos tipos de enfrente, hay alguna risa, alguien da ánimos, alguien tose. Hay quien no dice nada nunca, o casi nunca. Yo soy de esos. Corro en medio de mis compañeros, no digo nada, soy uno de quince, dependo de mi equipo y mi equipo depende de mí. El rugby. La vida.
Cuando termina el calentamiento nos reunimos en círculo en torno al capitán. Nos abrazamos unos a otros, giramos el cuello, soltamos las piernas. Somos un equipo, dice. Podemos ganar, o nos pueden ganar ellos, pero no es lo mismo perder que nos ganen, dice. Si ganamos, no bajamos los brazos y seguimos hasta el final porque es importante tratar al rival con respeto. Si nos ganan, no bajamos los brazos y seguimos hasta el final porque es importante ganarse el respeto del rival y es importante poder mirarse al espejo en el vestuario. Somos un equipo, dice. No somos nadie sin el equipo, el equipo no es nada sin cada uno de nosotros. Cada uno hace lo que debe hacer y nadie hace menos de lo que debe. Nadie se arruga, nadie se esconde. Cada uno cumple con su función. Si alguien flaquea, el equipo le levanta. Si el equipo flaquea, nosotros lo levantamos. Cuidamos los unos de los otros. Si alguien no hace lo correcto, nos aseguramos de que lo haga antes de que el árbitro le sancione o los contrarios le hagan daño. Cada uno cuida de sí mismo, pero si alguien no se cuida lo suficiente, los demás cuidamos de él. Si alguien duda, le apoyamos. Si alguien se cae, lo levantamos. Permanecemos juntos, no dejamos que nadie se sienta solo, que nadie se vea solo en el campo nunca. Somos un equipo y no abandonamos a nadie aquí fuera. El rugby. La vida.
Cuando volvemos a salir al campo desde el vestuario lo hacemos corriendo detrás del capitán. Abandonamos el calor de vestuario por el frío de la intemperie y una vez que se cruza la puerta ya no hay vuelta atrás, ya sólo se puede volver pasando a través del partido, ya sólo se puede volver a la comodidad atravesando los ochenta minutos, una vida entera.
Cuando sueño, no marco ensayos imposibles ni hago placajes rompehuesos. Simplemente, juego. Escucho el pitido del árbitro, sigo con la mirada el balón que vuela, corro, choco, me levanto, vuelvo a chocar. Revivo con toda exactitud el ruido de los impactos, las respiraciones de los jugadores en la melé, el tacto de las camisetas en las manos, el balón, el peso de la gente sobre ti cuando se derrumba el maul. Revivo la decepción del balón que se cae hacia delante, la amargura del placaje fallado, la emoción de ganar metros, paso a paso, la austera alegría del ensayo, la íntima exaltación del placaje que acaba con tu rival en el suelo. Si flaqueo, el equipo me levanta. Si no me cuido, el equipo cuida de mí. Hago todo lo que debo, hago todo lo que puedo, y cuando ya no puedo más percuto por última vez para ganar el último metro, placo por última vez para defender el último metro. Si el equipo flaquea, lo sostengo. Si alguno de mis compañeros no se cuida, le cuido yo. No dejo a nadie solo, nadie me deja solo. No bajo los brazos con condescendencia si gano, no bajo los brazos con autocompasión si pierdo. El rugby. La vida.
Cualquiera que haya jugado al rugby y haya puesto el corazón en ello, aunque sea durante cinco minutos, es jugador de rugby para toda su vida. Y cuando me muera, espero haber merecido ir al paraíso de los jugadores de rugby. Viento, lluvia, hierba alta, y ver al otro lado de la melé a John Jeffreys y a Michael Jones con mi misma camiseta. Si me atreviese a rezar a San William Webb Ellis para que el Paraíso fuese completo, ya puestos a soñar, le pediría que cuando Gareth Edwards levante el balón de la melé quien lo reciba sea Barry John. Entonces cualquier cosa podrá ocurrir.
Y es que, a veces, sueño que vivo otra vez.